«Doña Peseta»: Joaquín Carbonell y la canción del verano doméstica
Nadie cruzó Aragón en el verano del 76 sin que sonase esta canción en la radio
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La canción del verano se convirtió en España, a finales de los 70, en un avasallador y agresivo engranaje comercial. Desde el éxito de Fórmula V y Los Diablos en 1973, todas las principales compañías discográficas patrias invertían parte de sus coquetos presupuestos en algún lanzamiento veraniego. A veces, la mayor inversión era quien fracasaba y se llevaba el gato estival al agua alguna pequeña producción hecha con gracejo y capacidad de conectar con el público. Los cantautores-protesta que habían aparecido al final del franquismo se dieron cuenta de que esas canciones populares veraniegas era un formato capaz de hacerles llegar a un público más amplio del que se circunscribía a las ideas políticas opositoras y, en algunos casos, intentaron practicar el género. Lo hicieron con composiciones que permitían una segunda lectura irónica que abarcara tanto al público comercial como a sus habituales más reivindicativos. En Cataluña, lo probó un joven Lluís Llach con «La gallineta» en la que introducía, como siempre, la habitual murga que ha sido característica en su vida: la de que toda la culpa de cualquier mal local es de la capital que nos explota. La canción funcionó bien entre los creyentes autóctonos, pero su inicio se parecía sospechosamente demasiado a «Il est cinq heures, Paris s’eveille» de Jacques Dutronc como para tener un recorrido más allá de lo regional.
Pero, al poco tiempo, llegó un maño espabilado y culto con un producto verdaderamente original: un estribillo machacón y ligero que se reía de las penalidades de la depreciación de la moneda española de entonces: la peseta. Durante todo un verano –el de 1976– nadie pudo cruzar Aragón en coche sin que, tarde o temprano, una emisora municipal, hiciera sonar en tu autorradio más de una vez «Doña Peseta», de Joaquín Carbonell. La mezcla de tono quevedesco, folklore tradicional y pop funcionaba con la capacidad pegajosa de un chicle auditivo, pero con la suficiente levedad como para no cansar nunca. El camino para hacerlo resultó ser, inevitablemente, la sátira. Se notaba que Carbonell había aprendido sus primeras lecciones en Georges Brassens, una referencia que, entonces, no estaba al alcance de todo el mundo que no fuera un poco leído.
No en vano Joaquín Carbonell había nacido y crecido en Teruel donde tuvo como profesores en su instituto nada menos que a José Antonio Labordeta y José Sanchis Sinisterra, y como compañero de clase a Federico Jiménez Losantos. Cuando los cantautores-protesta conocieron su momento de auge a la muerte de Franco, Carbonell formó parte del movimiento de la nueva canción aragonesa, junto a Tomás Bosque, Labordeta o el dúo La Bullonera. En 1976 publicó su primer disco titulado «Con la ayuda de todos» y se vio sorprendido por ese éxito de culto de «Doña Peseta».
Despojado de la severidad litúrgica de Labordeta y menos críptico en temáticas que La Bullonera, Carbonell siguió haciendo canciones y publicó una decena de discos. Nunca repitió el éxito de «Doña Peseta», ni se interesó mucho en trabajar a fondo ese formato. Se especializó más bien en la difusión de la obra de Georges Brassens (a quien adoraba) y el centro profesional de su vida fue el periodismo. Todavía relativamente joven y maravillosamente lúcido, murió inesperadamente de Covid-19 en el año 2020, dos décadas después de que el euro hubiera arrinconado a la pequeña y puñetera peseta que había satirizado. Pero con su condición de precedente y pionero lo que consiguió fue que no solo la somardería aragonesa –con su clásica y saludable falta de pretensiones– explotara únicamente al máximo esa posibilidad más hogareña, humorística, cómplice, cercana y amistosa de las canciones veraniegas. También en la misma línea, pero en Cataluña, consiguieron varios éxitos de zona el trío de humoristas, músicos y productores conocidos como la Trinca. Incluso aún más tarde, todavía hace pocos años –ausentándonos de esa década seminal para la canción del verano que son los 70– tuvimos varios ejemplos en el sur de la península de ese guiño doméstico con temas como «Opá, yo vi a hacé un corral», de El Koala, o «¿Y tú de quién eres?», de No me pises que llevo chanclas. Nada de eso hubiera podido imaginar Carbonell, lector de Grombowicz, Vonnegut, y Nicanor Parra, cuando dijo con palabras sencillas: «Las canciones deben recoger los sonidos de la calle; las alegrías, las iras, las tristezas. Deben ser estimulantes. Son píldoras de tres minutos contra la mediocridad y la monotonía de nuestras vidas». Y acertó.