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El ácido regusto de la secuela de «La naranja mecánica»

La mirada de Alex, un sobrecogedor Malcolm McDowell, al que de por vida marcaría el personaje que interpretó en «La naranja mecánica»
La mirada de Alex, un sobrecogedor Malcolm McDowell, al que de por vida marcaría el personaje que interpretó en «La naranja mecánica»larazon

Perdido, quizá con un extravío premeditado, el polvo y el tiempo habían caído sobre 200 cuartillas escritas a máquina por Anthony Burgess. Los años pasaron sobre esos papeles, un embrión de lo que parece ser una secuela de la obra más polémica del escritor, controversia incrementada exponencialmente después del estreno de la adaptación cinematográfica de Stanley Kubrick. «La naranja mecánica» era, libro violento de palabra donde los haya y que por mor del cineasta padre de Hal sería también de obra, de imagen. Aquella panda de indeseables comandada por un enloquecido Alex DeLarge llenó las salas de cine y acarreó hasta hoy mismo gruesos adjetivos tras de sí y un debate que se aviva de cuando en cuando (reedición del libro, reestreno del filme remasterizado, por ejemplo). La cinta, estrenada en 1971, nueve años después de la publicación del libro, provocó tal conmoción que atravesó hasta al propio Burgess, imposible de sustraerse al ciclón que había desencadenado la imagen en movimiento. ¿Fue un sentimiento de expiar la culpa el que llevó al escritor a llenar esas cuartillas? La continuación de aquel libro maldito estaba escondida entre los papeles del autor en una casa de campo comprada en la localidad de Bracciano, al norte de Roma, que había quedado abandonada y con otro dueño después de la muerte de su propietario inicial. «The Clockwork Condition» llevaría por título esta continuación, seguro que no escrita de una manera mecánica, sino como un necesario impulso. Las hojas están profusamente anotadas. El autor del hallazgo, Andrew Biswell, director de la Fundación que lleva el nombre del escritor, asegura que «no se trata de un texto redondo, acabado, aunque hay bastante material». Material, por ejemplo, en el que reflexiona sobre una manera violenta de comportarse, tanto física como sexualmente, pero no sobre la violencia en sí. También escribe acerca del impacto que generaban los medios de comunicación, la televisión, por encima de todo, en la década de los setenta. Imaginamos que si hoy viviera Burgess se llevaría las manos a la cabeza al ver el poder omnímodo de la tecnología y la imposibilidad casi total de no caer en las redes de las redes. ¿Puede el arte moldear el comportamiento humano? Esa, según el libro inédito, sería la cuestión. ¿Cómo veía el padre de «La naranja mecánica» al hombre de hace cincuenta años? «Es un ser prisionero en un mundo de máquinas, incapaz de poder crecer como ser humano y de convertirse en sí mismo».

Dicen que tras el estreno del filme la vida del Burgess ya no volvió a ser la misma, como tampoco lo fue la del actor Malcolm McDowell, que vivió el rodaje como una infernal pesadilla. Quizá por eso trató de desquitarse con ese embrión de novela. Quizá, después de releerlo, dejó que el poso, el peso y el paso del tiempo se encargaran de sepultarlo. Quizá, a lo peor, tuvo una inquietante capacidad visionaria y fue consciente de que aquello que preveía en el libro con el tiempo acabaría por convertirse en una áspera realidad. Quién sabe cómo podría vivir hoy Alex el ultraviolento y salvaje. La vida, como escribe Ben Macintyre es un interesante artículo en «The Times» sobre este hallazgo, imita al arte que, a su vez, no hace sino imitar a la vida.