El Doctor Frankestein español
El profesor Delgado llegó a controlar el cerebro de toros y enfermos mentales. Para algunos era un genio y, para otros, un científico muy peligroso.
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El profesor Delgado llegó a controlar el cerebro de toros y enfermos mentales. Para algunos era un genio y, para otros, un científico muy peligroso.
Córdoba, verano de 1963. El toro bravo salió como una exhalación a la arena de la plaza dispuesto a «merendarse» a su rival. Frente al morlaco, un hombre vestido de calle le retó muleta en mano con pasmosa tranquilidad. El animal lanzó un terrible bramido y corrió como un energúmeno hacia él. Pero, a punto de embestirle, se detuvo de repente y dio media vuelta de forma insólita.
¿Qué acababa de suceder...? Por increíble que parezca, el torero había pulsado el botón de un radio-transmisor segundos antes del temible impacto, activando así unos electrodos implantados en el cerebro del animal que malograron ante la estupefacción del público su inminente acometida.
Días después, el «New York Times» se hizo eco de esta increíble escena, calificándola como «la más espectacular demostración de la historia realizada sobre el comportamiento animal a través del control externo del cerebro». Y no contento con eso, el rotativo estadounidense aludió al autor de esta gesta como «el profeta de una nueva civilización».
¿Quién era aquel hombre, a quien uno de los periódicos más importantes del mundo dedicaba tan extraordinarias loas? Su nombre: José Manuel Rodríguez Delgado, quien para colmo no era torero, sino neurocientífico. Eso sí, él era entonces uno de los más brillantes especialistas del planeta. El profesor Delgado se convirtió en un expatriado español, afincándose en EE UU con el objetivo de desarrollar sus visionarias ideas. Años atrás, había combatido en la Guerra Civil española sirviendo como capitán médico en el bando republicano. Pero después, ejemplificó como tantos otros talentos la gran verdad de que «nadie es profeta en su tierra». Así que en 1946 no dudó en hacer las Américas, tras obtener una beca en la prestigiosa Universidad de Yale, donde aceptó un puesto en el Departamento de Fisiología. Muy pronto empezó a deslumbrar a sus colegas por la audacia de sus ideas y la pasión con la que defendía las portentosas maravillas del cerebro humano.
A distancia
Comparado con el mismísimo Ptolomeo, el sabio de Alejandría que intuyó un nuevo modelo de Universo donde los cuerpos celestes giraban alrededor de la Tierra, el profesor Delgado demostró ser un genio que descubrió en aquella época la aplicación de estímulos eléctricos y que éstos eran capaces de modificar el comportamiento de los animales. Ideó un radio-receptor miniaturizado que podía injertarse en el cerebro de cada uno de ellos para manejar sus movimientos por control remoto. Igual que en los juguetes que hoy conocemos, pero con la particularidad de que en los seres vivos podía inducir él mismo las emociones: desde el miedo o la ira, hasta la lujuria o la hilaridad.
Delgado quiso ir más lejos. Experimentó incluso con seres humanos, la mayoría esquizofrénicos y epilépticos. Las conclusiones de sus experimentos fueron tan fascinantes como estremecedoras. Según su testimonio, demostró que los humanos podían ser dirigidos igual que robots con pulsar un botón. Tan revolucionaria conclusión no pasó inadvertida. Algunos científicos recibieron con entusiasmo la noticia como vía para tratar enfermedades incurables en el futuro, pero surgieron también detractores convencidos de que este trabajo acarrearía funestas consecuencias para la sociedad entera.
En los años sesenta, el investigador se convirtió en uno de los personajes favoritos de los medios de comunicación norteamericanos, donde expuso sus descubrimientos y teorías con absoluta libertad. Su popularidad desató una paranoia conspirativa en los foros estadounidenses. Algunos le tildaron de ser «el nuevo doctor Frankenstein», una figura que respondía al arquetipo del científico loco que pretendía esclavizar a la persona mediante la implantación de electrodos en su cerebro, profanando su personalidad.
Declarado pacifista al final de su vida, el profesor Delgado admitió sin embargo que llegó a colaborar con la Armada y la Fuerza Aérea de Estados Unidos; aunque aseguró que jamás le encargaron desarrollos militares de ningún tipo, y que siempre desestimó la posibilidad de que con sus implantes cerebrales pudiesen crearse soldados «cyborg» capaces de matar como meros autómatas.
Pero la polémica arreció, y al neurocientífico español le acusaron de ser el gran apologista del totalitarismo tecnológico en el Congreso norteamericano. Delgado no tuvo más remedio, al final, que cruzar el océano, tras aceptar una propuesta de investigación del Gobierno español, en 1974. Hoy, muchos investigadores coinciden en que el profesor Rodríguez Delgado fue todo un pionero en los tratamientos médicos que han beneficiado ya a millares de personas.