El fin del ideal
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Detrás de la majestuosidad del premio Nobel, su astronómico montante económico para el ganador, su fama y repercusión mundiales, se esconden cúmulos de desconfianza. La lista de galardonados irrelevantes para la historia de las letras es abrumadora, junto al hecho de que los mejores autores del siglo XX no lo obtuvieron, con escasas excepciones. En este sentido, Kiell Espmark, presidente del Comité Nobel entre 1988 y 2005, explicó en un libro el procedimiento del jurado, arrojando luz sobre el porqué de las decisiones que llevaron, por ejemplo, a premiar a izquierdistas como Sartre, Neruda y Camus, en contraste con Salman Rushdie, al que se evitó por ser objeto de los fundamentalistas religiosos. El caso es que las controversias han sido excesivas en estos años. El académico Knut Ahnlund la abandonó en 2005 al considerar que sus compañeros habían premiado a una escritora mediocre, Elfriede Jelinek, sin haber leído sus novelas. El secretario perpetuo, Horace Engdahl, menospreció la literatura estadounidense, calificándola de «insular», al compararla con la europea. Y cuando el premiado fue Le Clézio, se dijo que alguno de sus 18 miembros había filtrado la información, lo cual se reflejó en un cambio en las apuestas en la casa londinense Ladbrokes. La intención inicial de Alfred Nobel, autodidacta químico y escritor que murió en Italia sintiéndose desgraciado, había sido legar su fortuna para reconocer una obra o acción «ideal» o «idealista». Tal cosa se fue perdiendo a medida que los viejos valores europeos se desmoronaban. Por un lado, el premio se fue politizando y, por otro, pretendió recompensar literaturas más allá de las consabidas y abrirse al feminismo. La pregunta es si todo esto tiene que ver con el arte literario o con repartos políticamente correctos.