Eternamente Dylan
Una vez más el hombre de la no-voz apabulló (y ya tiene 76 años) a su público madrileño con una presencia infinita
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Una vez más el hombre de la no-voz apabulló (y ya tiene 76 años) a su público madrileño con una presencia infinita.
Tiene el Auditorio Nacional como edificio algo de catedral de provincias que no pasa de ser una iglesia baptista de Kansas (eso sí, con enorme órgano al fondo) que anoche le sentó a Bob Dylan de maravilla, convertido en la voz del más allá, la voz del no tiempo que ayer se alzó en un casi no-lugar. Y una vez más el hombre de la no-voz apabulló (y ya tiene 76 años) a su público madrileño con una presencia infinita.
Fue su primera parada de las tres previstas en la capital, antes de poner rumbo al Liceo de Barcelona.
Y es que Dylan no pertenece ya a ningún tiempo (si acaso a todos los de la música popular) ni es antiguo ni es moderno. Ni mucho menos retro, porque la retromanía es la adicción a una forma y Dylan se deshace constantemente de las formas que adopta. Para escapar de esas formas, además, prohíbe terminantemente el uso de teléfonos durante el concierto. Ojo, que alguno lo sabía y sacó el aparato y terminó iluminado por una linterna como Steve McQueen en «La gran evasion» o como un ciervo en una autopista. Ese era el único cometido de algunos vigilantes del patio de butacas.
También deshizo anoche Dylan las formas de «Things Have Changed», «It Ain’t Me, Babe» y «Highway 61 Revisited», los primeros temas de la noche.
Ya le conocen: con un hilo de voz, con la constante amenaza de quebrarse en alguna balada, Dylan transmite, arrastra y defiende las historias que canta.
Su teatralidad desganada convierte estándares del blues en momentos inolvidables. Así sucedió con «Summer Days», «Make You Feel My Love» y «Tryin’ To Get To Heaven», con no pocas situaciones de temer por un gallo o la afonía. Rutinas del bueno de Dylan, que ya no tiene necesidad de continuar con una gira titulada «Never Ending Tour» y que comenzó hace 30 años, pero lo hace. Una gira a razón de 100 conciertos por ejercicio.
La ocasión, por si es la última (y extrañaría tanto una cosa como la otra), no se la quisieron perder el ministro de Educación Cultura y Deporte, Íñigo Méndez de Vigo y músicos como James Rhodes o Christina Rosenvinge. Ninguno tiene la respuesta de por qué mantiene esta disciplina un hombre que podría estar tirando pan a las palomas.
Él tampoco ha anunciado sus intenciones, pero si sigue con fuerzas para cantar como anoche «Pay In Blood», «Tangled Up In Blue» y sobre todo «Soon After Midnight», le agradeceremos que persista cuanto quiera.
Con el recuerdo de su visita anterior, en 2015, en el enorme recinto del Palacio de los Deportes, la de anoche fue una velada íntima y mucho más emocionante.
Como es costumbre, ayer ni saludó, ni agradeció, ni se despidió. Convirtió los temas en declamaciones o murmullos, «spoken word» o el eco de un «crooner», con cumbres de la noche como «Desolation Road», «Early Roman Kings» y «Love Sick». Con muy poco de la original, para los oídos más despiertos, interpretó «Blowin In The Wind» y finalmente «Ballad Of a Thin Man».
Hasta luego, Dylan. Eternamente.