Cuando Franco lloró en Salamanca
En 1954, el NO-DO se hizo eco de una noticia: el Generalísimo fue nombrado Doctor Honoris Causa en la Universidad de Salamanca por su labor de estadista y se emocionó en la ceremonia
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«Chis, no me dejas escuchar el ‘‘NO-DO’’, Manolo –dijo la Carmen–. ¿No ves cómo están las calles de Salamanca recibiendo al Caudillo? Y esa música, Manolo, qué grande». La pareja se recostó en los asientos del recién inaugurado cine Benlliure, en la madrileña calle de Alcalá. Era el 17 de mayo de 1954. En la pantalla se veía la Plaza Mayor de Salamanca radiante de sol y de franquistas. «El jefe del Estado –decía el locutor del ‘‘NO-DO’’– es objeto en Salamanca de una triunfal acogida antes de recibir las medallas de oro de la ciudad y de la provincia». Las trompetas resonaron mientras Franco saludaba a los jefes militares. «Pásame el bocadillo, Carmen, no te hagas de rogar», suplicó Manolo. La proyección continuaba como si el pedigüeño no tuviera hambre. «La Plaza Mayor que con justicia fue llamada Plaza Central de las Españas –leía la voz en off mientras la Carmen sacaba del bolso un bocata de tortilla con pimientos– apenas da cabida a la muchedumbre que recuerda los días heroicos de la Cruzada Libertadora». En la pantalla apareció una plaza erizada de saludos romanos mientras el Generalísimo correspondía desde el balcón del Ayuntamiento.
«Manolo, te lo he dicho mil veces: mastica con la boca cerrada», desesperó la Carmen. «Señores –dijo un tipo que metió la cabeza entre la pareja– si no saben comer en silencio hay un zoo en el Retiro». «Pues no sé qué haces aquí con dos chimpancés», contestó Manolo señalando a los gemelos del entrometido. «A que te doy una coz, besugo», amenazó el padre de los niños mono. «Tú lo único que das es pena, so memo», contestó Manolo con medio pimiento saliendo de su boca. En estas, y dado el revuelo, apareció el acomodador con una linterna y un compañero talla XXL. «O se callan o les mando a repartir vientos a la calle – avisó el uniformado–. Aquí se viene a ver ‘‘Quo Vadis’’, una de romanos, y punto». En la pantalla seguía el noticiero-documental. «Después de asistir a un Te Deum en la Catedral –dijo la voz del ‘‘NO-DO’’–, Franco y su séquito se dirigen a la Universidad siete veces centenaria donde será investido Doctor Honoris Causa». Manolo y la Carmen vieron el desfile de togados, ataviados con birretes bailarines y puñetas en las bocamangas. La sala universitaria estaba abarrotada. Vieron entrar a Franco bien escoltado por los decanos y el rector Antonio Tovar. Carmen Polo estaba junto a la mesa presidencial, alzada en un especie de trono como si la fueran a sacar en procesión. El decano de la Facultad de Derecho, Hernández Tejero, dirigió unas palabras al auditorio. «¿Sabes lo que dicen los estudiantes de Derecho, Carmen?», preguntó Manolo tragando un bocado. «A ver, cualquier indecencia», suspiró la sufriente. «Viva el Derecho Romano que al esclavo manumite y a la esclava mite manu… jajajaja», sentenció el susodicho. «Para manu la que voy a poner en tu cara si no te callas, mendrugo», soltó el tipo de atrás, el padre de los niños mono, ya saben.
Medalla y busto
En la pantalla salieron los embajadores de Colombia y Perú moviendo la boca mientras el locutor explicaba que Franco iba a recibir su medalla. Luego se abrazaron unos a otros hasta que el Generalísimo se dispuso a hablar. Sacó sus lentes de lectura y un tocho de papeles. Detrás había un busto de su propia persona con el rostro blanqueado pero sin gafas. A su derecha, Joaquín Ruiz-Giménez, el ministro. «Escucha, Manolo, yo leí en el ‘‘Informaciones’’ del 9 de marzo lo que ocurrió en ese acto del Doctorado Honoris Causa para Franco –dijo la Carmen en voz baja sacando el periódico del bolso mágico–. Te leo. El tal decano de Derecho dijo que el Caudillo había acometido una empresa de horizontes sobrehumanos como un estadista genial, un hombre de incansable celo por la Patria, demostrando su acendrado amor a la Universidad, la cultura y la ciencia. Bla, bla, bla. Luego hablaron en latín con un libro en la mano, y el decano dijo que le entregaba la facultad de enseñar, comprender e interpretar». «Señora, leñe –dijo el padre mono–, ¿usted también?». «Un momento, señor impertinente, ya acabo». La Carmen dobló la hoja del periódico. «Aquí viene lo interesante –dijo susurrando–. Franco se puso a leer… y se atragantó, Manolo. Empezó a llorar como un niño hablando de la tarea de la juventud, y de esa sensibilidad que la hace vulnerable a los malvados». «¿En serio? ¿El Generalísimo llorando? No me lo puedo creer», contestó Manolo atacando al bocadillo por la retaguardia. «Sí, pero se le pasó por la tarde entregando casas baratas a los salmantinos –anunció La Carmen–. Y ahora te callas que empieza ‘‘Quo Vadis’’».