Contracultura

El funeral intelectual de la globalización

Las élites globales venden la fantasía de un mundo sin fronteras unido por la retórica buenista, pero hace solo unas décadas la progresía abominaba de esta idea que ahora abandera Trump

El presidente de Gobierno Pedro Sánchez
La deriva de la UE y la Agenda 2030Jesús G. FeriaLa Razón

El mes pasado el politólogo argentino Agustín Laje señalaba el detalle -pequeño, pero revelador- de que los grandes líderes mundiales ya no lucen casi nunca en las solapas el pin de la Agenda 2030. Los motivos posibles son tantos que cuesta escoger uno: ¿cada vez cuesta más vender el ecologismo porque toca aumentar el gasto militar contra Putin? ¿Temen alejarse de unos votantes jóvenes cada vez más enfrentados a las doctrinas «woke» y políticamente correctas? ¿Les preocupa que se va acercando 2030 y está cada vez más claro que no se van a cumplir los Objetivos de Desarrollo Sostenible que ellos mismos se marcaron? Tampoco podemos descartar que la razón de esconder el logo de colorines sea mucho más general: el proyecto político conocido como globalización, dominante en las últimas tres décadas, ya no convence a casi nadie y por tanto las élites se van a ver obligadas a abandonarlo.

Hace dos semanas, el vicepresidente de Estados Unidos, J.D. Vance, ofreció un discurso revelador en un acto organizado por Andreesen Horowitz, una de las principales firmas de capital riesgo del planeta especializada en innovación. Allí habló con la claridad y crudeza que le caracteriza: la globalización no ha funcionado porque «dimos por sentado que otras naciones siempre estarían por detrás de nosotros en la cadena de valor, pero a medida que mejoraban en el extremo inferior de la cadena también empezaba a alcanzarnos en el ámbito superior». Traducido: las grandes potencias pensaron que territorios como India y China se conformarían con fabricar los productos diseñados en Occidente, pero también quisieron avanzar en la parte de la creatividad industrial, con el resultado inesperado de que van superando a Estados Unidos y Europa. El objetivo de Vance no es retener para sus compatriotas los trabajos más precarios, pongamos cajero de McDonald’s, sino automatizarlos e intentar recolocar a los desempleados en puestos más rentables mediante el dominio de nuevas tecnologías como la Inteligencia Artificial.

Mano de obra barata

A la contra de los discursos habituales, Vance también rechazó la apuesta por la mano de obra barata, que considera «una muleta que inhibe la innovación y una droga a la que demasiadas empresas estadounidenses se volvieron adictas. Es demasiado fácil fabricar un producto más barato en vez de innovar». La crítica no se quedó solo en la deslocalización, que es la práctica de llevar las grandes fábricas a países del Tercer Mundo con menos derechos laborales, sino también cuestionó el «sistema fraudulento de inmigración» por el que se había inundado Estados Unidos con inmigrantes que competían de manera desleal con los trabajadores nacionales, poco dispuestos a cobrar salarios más bajos y trabajar en peores condiciones. Vance no hacía solo un reproche moral, sino también un diagnóstico basado en datos: «Todos los países que importaron grandes cantidades de mano de obra barata, desde Canadá al Reino Unido, se han estancado en productividad», señaló. Ese es su diagnóstico.

No estamos tanto ante una batalla ideológica como empresarial. Quien mejor lo ha explicado es Francis Fukuyama, uno de los mayores defensores del globalismo, pero con la suficiente inteligencia como para admitir que su proyecto político se está desmoronando. En las cuatro últimas décadas, dominadas por el paradigma de la globalización, «el mundo se volvió mucho más rico en términos generales, mientras que la clase trabajadora perdió empleos y oportunidades. El poder se desplazó de los lugares que albergaron la Revolución Industrial original hacia Asia y otras partes del mundo en desarrollo», recordaba Fukuyama en enero. Sus textos en el influyente «Financial Times» han sido los más honestos a la hora de admitir que el mundo está pasando de una visión liberal a otra iliberal, donde la tradición, la identidad y la protección son mucho más importantes que la libre circulación de productos.

Contraviñeta
ContraviñetaJae Tanaka

Resulta gracioso recordar las posiciones de la izquierda global a mediados de los años ochenta y compararlas con las que defienden en nuestros días. Entonces se cocía el movimiento de protesta llamado antiglobalización, que desembocó en duras protestas callejeras en Seattle y Génova contra el Foro Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio. También estaba en alza el movimiento del software libre, que culpaba a Bill Gates de abusar en el cobro de patentes de productos Microsoft. Dando un extraño giro de 180 grados, esa izquierda antisistema y antiglobalización es hoy una ferviente partidaria de la Agenda 2030 diseñada por millonarios en las cumbres de la ONU, reuniones privadas de Davos y seminarios de la Fundación Bill & Melinda Gates. El exvicepresidente Pablo Iglesias, que participó en algunas de ellas, terminó luciendo el pin de la Agenda 2030 (que ya no lleva) y el rebelde Michel Moore despuntó con un documental, titulado «Roger & me» (1989), donde acusaba a General Motors de desproteger al trabajador nacional al llevarse las fábricas a países subdesarrollados. Lo mismo que defiende el presidente Donald Trump ahora.

La gran paradoja de Trump y su Administración es que parecen dispuestos a conseguir todo lo que la izquierda europea ha venido reclamando en el último medio siglo. ¿Recuerdan a los «progres» de pipa y fular gritando «OTAN no, bases fuera»? Ellos fracasaron en su intento, pero Donald Trump está dispuesto a liquidar la Alianza Atlántica si los países integrantes no elevan sus cuotas de financiación. El trumpismo también desmanteló la poderosa Usaid, agencia de cooperación internacional que en realidad era una estructura de colonización cultural acaparada por el progresismo afín al especulador millonario George Soros, a quien destinaron hasta 216 millones de dinero público. Los asuntos en los que fueron empleadas las mencionadas subvenciones van desde financiar la Revolución del Maidán en Ucrania hasta pagar cómics trans en Perú, pasando por un festival pop en Irlanda para promover «la mentalidad inclusiva». Los empobrecidos contribuyentes de Estados Unidos estaban hartos del despilfarro.

Más poder para los políticos

Los líderes progresistas europeos, llámense Macron, Von Der Leyen o Sánchez, están acostumbrados a utilizar las crisis para acumular poder en sus manos. Un día es el cambio climático, otro el coronavirus y más tarde la necesidad de rearme de la Unión Europea para defender Ucrania. Los Estados de excepción significan mayor poder político y recortes de las libertades ciudadanas. Hace un par de décadas ninguno de nuestros presidentes hablaban de «valores europeos» porque la expresión chocaba con el paradigma de la multiculturalidad, pero ahora se abusa de este sintagma como argumento para rearmar el continente frente a «las amenazas gemelas de Trump y Putin». Antes, desde el corazón de Bruselas, se defendía el libre comercio global, esperando explotar la mano de obra del llamado Tercer Mundo, mientras que ahora se exhorta al «Compra europeo» como solución al empobrecimiento de los trabajadores de la zona euro. Valores reversibles cuyo único objetivo es, según parece, mantenerse en el poder.

Los mismos burócratas que amenazaban con mandar «hombres de negro» al primer desajuste presupuestario y que llamaban cerdos (PIGS) a los países católicos del sur de Europa quieren ahora entonar unos himnos de fraternidad. ¿El dato más curioso? Quienes se resisten a renunciar al modelo de la globalización son los dirigentes chinos, que se ofrecieron a hacerse cargo de las necesidades de la Organización Mundial de la Salud en cuanto Estados Unidos amenazó con dejar de poner dinero.

Este movimiento de «comunistas por la globalización» confirma las sospechas de los politólogos que denunciaban que la estructura de la Unión Europea es cada vez más parecida a la de la antigua U.R.S.S., con un alto funcionariado sin mucha legitimidad democrática recortando la soberanía de los Estados miembros.