La Armada española bajo Carlos II, un éxito silencioso
Dotada de menos efectivos que el poderoso enemigo francés, la Marina de la Monarquía Hispánica se reveló clave en la supervivencia del imperio merced a una habilidosa gestión de recursos
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La batalla de las Dunas de 1639, en la que la Marina de las Provincias Unidas, al mando del almirante Maarten Tromp, destruyó un convoy español capitaneado por Antonio de Oquendo en la ensenada de los Downs, en la costa de Inglaterra, no fue, como se ha argumentado tradicionalmente, el fin de la armada de la Monarquía Hispánica bajo los Austrias. Aunque debilitada, esta siguió desempeñando un papel fundamental en el funcionamiento del sistema imperial español, no solo como nexo entre Europa, América y Asia, sino también como un arma de combate indispensable que, en 1652, contribuyó decisivamente a la recuperación de Barcelona y que, por esas mismas fechas, llevó incluso la guerra al corazón de Francia, a Burdeos, a través del estuario del Gironda.
En los últimos años del reinado de Felipe IV y a lo largo de los más de tres decenios del de su hijo Carlos II, las dificultades económicas y demográficas de una monarquía lastrada por décadas de incesantes conflictos obligaron a la Corona a depender cada vez más del asiento de particulares, lo que se tradujo en una privatización parcial de la Marina, y al apoyo naval de aliados, en especial, las Provincias Unidas, que, tras el reconocimiento de su independencia en 1648, temerosas del expansionismo de Francia, iniciaron una aproximación hacia España. Incluso en los momentos más difíciles, sin embargo, el viejo león hispano hacía sentir su presencia. Así, en las celebraciones con motivo de la Paz de los Pirineos con Francia en 1659, a las que asistieron en persona Felipe IV y Luis XIV, se halló presente la recién botada capitana real de la Armada del Mar Océano, uno de los mayores navíos de guerra del momento, cuyas medidas eran de 66,5 codos de quilla –38 m–, 87 de eslora –49,7 m–, 24 de manga –13,7 m– y 22 de puntal –12,6 m–, y que desplazaba 1522 t de arqueo y tenía 105 portas para la artillería. Un testigo dejó constancia de la admiración que suscitó el poderoso buque: «Dicen no haberse visto nao de tanto porte en Europa, ni aún en el orbe, excepto las carracas de las Indias Orientales, que por su desmedida grandeza no pueden navegar sino en aquellos inmensos mares».
El sistema de Gaztañeta
España, debido a sus problemas económicos, construyó menos buques que sus enemigos, pese a lo cual en esta época se pusieron las bases de la posterior recuperación de la Marina con la dinastía borbónica, como la creación de una institución para la formación de pilotos –el Real Colegio de San Telmo– y el desarrollo, merced a marinos como Antonio de Gaztañeta y Francisco Antonio Garrote, de diseños navales en consonancia con las necesidades militares de un Estado que aspiraba a seguir siendo una potencia de primer orden. Ya en 1676, Ignacio de Soroa, maestro mayor y capitán de maestranza, propuso al rey la construcción de dos navíos –capitana y almiranta de la Armada del Mar Océano– «siguiendo la regla observada en su fábrica por los ingleses y holandeses». Los nuevos diseños de los buques de guerra darían lugar al llamado «sistema de Gaztañeta», en uso durante el primer tercio del siglo XVIII, durante el reinado de Felipe V, y que suscitó la admiración de los británicos.
Los grandes buques de combate, las mayores máquinas de guerra de la época, constituían inversiones muy costosas, más aún para una monarquía falta de liquidez, por lo que, ante el temor de perderlas en batalla ante un enemigo que podía reponerlos con mayor facilidad, los almirantes de Carlos II optaron casi siempre por rehuir el combate y limitar sus operaciones al transporte de tropas y caudales entre los dispersos territorios del imperio, una estrategia que rindió excelentes resultados y contribuyó a la supervivencia de la monarquía prácticamente intacta a la muerte del último Austria. Y es que España, como ha observado Christopher Storrs, especialista en el reinado de Carlos II, disponía de un sinfín de puertos seguros en los que guarecer su armada, cosa que no puede decirse de Francia, que solo en una ocasión logró atacar con éxito una de tales bases, la de Palermo, en 1676, y con una oposición elogiada por los propios atacantes, uno de los cuales, el marqués de Villette, escribió: «Yo estaba a tiro de mosquete del [navío] Almirante de España cuando voló, y admiré la firmeza extraordinaria de los doscientos oficiales reformados, que no abandonaron un solo punto el navío, y dieron a la tripulación el ejemplo de morir batiéndose, sin que se viera tirar al agua un solo hombre».