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La Piedra de Rosetta: así se descifraron las claves de los jeroglíficos

Un 14 de septiembre de 1822 el historiador Jean-François Champollion pudo exclamar “¡Ya lo tengo!”: había descifrado la enigmática Piedra de Rosetta
Marcela Zapata MezaMarcela Zapata Meza
La Razón
  • Sofía Campos

    Sofía Campos

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Para los investigadores, eruditos y curiosos de la cultura egipcia, el intento de descifrar la Piedra de Rosetta fue equiparable a la carrera espacial. Se sabía que, quien llegase a descifrar el enigma, sería valorado durante el resto de los tiempos como padre de la egiptología, así como su nombre serviría de referencia para estudios posteriores. Y aquel que se llevó el éxito fue el francés Jean-François Champollion, pues un 14 de septiembre de 1822 pudo exclamar “Je tiens l’affair!” (”¡Ya lo tengo!”): había descifrado la Piedra de Rosetta.
Todo comenzó en julio de 1799, cuando las tropas napoleónicas avanzaban por territorio egipcio a un ritmo de vértigo. No contaban con las sorpresas que les deparaba el camino, pues un destacamento militar francés, comandado por Pierre-François Bouchard, redescubrió esta joya que ahora expone el Museo Británico de Londres. Durante la excavación de una antigua fortaleza egipcia, se toparon con este bloque de piedra de unos 760 kilos, que con el tiempo se convirtió en emblema del jeroglífico egipcio. Rápidamente, numerosos estudiosos comenzaron a analizar su contenido, y varias copias de la Piedra comenzaron a circular en busca de respuestas a tantas preguntas que rodeaban a sus escritos. Pero no fue hasta el descubrimiento de Champollion que se pudieron revelar las claves de la misteriosa escritura y se concretó el nacimiento de la egiptología.
El historiador francés, desde su juventud, estaba convencido de que quería ser especialista en copto, una derivación de la antigua lengua de los faraones: “Quiero conocer el egipcio tanto como el francés, porque en esta lengua estará basado mi gran trabajo acerca de los papiros egipcios”, escribió, con 16 años, en una carta a su hermano Jacques-Joseph. Esto, sumado a varios años de análisis, estudio y esfuerzo, le sirvió para hallar las evidencias, impulsado por conjeturas que realizó el filósofo Thomas Young, quien veía una gran relación entre la escritura cursiva -variante del demótico- y los jeroglíficos.

El fin de la carrera

De esta manera, al comparar las inscripciones, Champollion consiguió demostrar que dicha escritura cursiva era una simplificación de la jeroglífica, así como la que precedió a los signos originales. Además, había sido capaz de leer “Ramsés” y otros nombres de reyes egipcios que previamente se habían hallado en las obras grecorromanas. Había descifrado, al fin, la Piedra de Rosetta, y dejó sus estudios como legado en la obra “Resumen del sistema jeroglífico de los antiguos egipcios” (1824). La carrera hacia el desciframiento había terminado.
En la Piedra de Rosetta, que mide 112,3 centímetros de altura, 75,7 de ancho y 28,4 de espesor, figuran tres escrituras distintas: el texto superior en jeroglíficos egipcios -utilizados en inscripciones sagradas-, la demótica en el medio -considerada una escritura popular- y la inferior en griego antiguo. El contenido es esencialmente el mismo en las tres partes, lo que facilitó su comprensión a la hora de descifrarla. Originalmente, se trata de un fragmento de una estela mayor, aunque el resto no se ha hallado, en la que se estableció oficialmente el culto al faraón Ptolomeo V, quien gracias a este decreto disfrutó de honores dignos de un dios.

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