Historia

La guerrilla española: entre el patriotismo y la supervivencia

Más allá del mito nacionalista cultivado por literatos progresistas como Galdós, emerge una realidad a menudo descarnada

«España, 1812. La ocupación francesa» (1866), óleo sobre lienzo de Eduardo Zamacois y Zabala (1841-1871)
«España, 1812. La ocupación francesa» (1866), óleo sobre lienzo de Eduardo Zamacois y Zabala (1841-1871)Walters Art Museum, Baltimore

En la mitología decimonónica española, la figura del guerrillero llegó a encarnar el espíritu de la nación. Este ser indómito, del pueblo llano, que se echa al monte para luchar contra la dominación extranjera, fue reivindicado sobre todo por el progresismo, quien vio en él la perfecta representación del espíritu español en la línea de mitos como los del Cid y Numancia. Lo atestiguan obras como los Episodios Nacionales de Galdós, uno de los cuales sigue las andanzas del más célebre de aquellos centauros en la lucha contra el ocupante francés, Juan Martín Díez, El Empecinado, parangón literario de Rodrigo Díaz de Vivar –«qué buen vassallo, si oviesse buen señor»–, ajusticiado en 1825 por órdenes de Fernando VII debido a sus ideas liberales tras batallar durante años sin tregua contra el invasor extranjero, sin aspirar a los gajes y la influencia de jefes más ladinos y ambiciosos.

Más allá del mito, sin embargo, emerge una realidad compleja. La guerrilla de la Guerra de la Independencia y los conflictos que caracterizaron la turbulenta transición del Antiguo Régimen al sistema político liberal hunde sus raíces un universo social caracterizado por los fuertes vínculos municipales y una profunda religiosidad, así como por periódicas crisis de subsistencia y una falta de oportunidades laborales que hicieron del bandolerismo una realidad endémica en toda la geografía peninsular. Ya en los albores del XVIII, los migueletes catalanes destacaron por su rapacidad en la lucha contra los borbónicos durante la Guerra de Sucesión en un vasto frente que se extendía desde el Pirineo navarro y aragonés hasta la huerta de Murcia, pasando por los resecos páramos de La Alcarria. El miguelete, luchador de circunstancias, se reconvertía en bandido o en labriego con igual facilidad al término de las campañas o cuando la estación era más proclive para la siembra, la cosecha o el robo que no para la lucha contra las columnas y los convoyes del ejército enemigo.

En este fenómeno cabe ver los orígenes de la guerrilla española moderna, en la que, más allá de la imagen romántica del combatiente de nobles ideales, cultivada por el nacionalismo liberal y más tarde por el republicanismo, que veían en el pueblo la esencia de España frente a sus élites corruptas, nos topamos con un luchador que, volcado en la necesidad de procurarse la subsistencia, no duda con frecuencia en hostilizar a los civiles en una contienda en la que la filiación varía de pueblo en pueblo y aún de familia en familia. La montaña catalana nos brinda abundantes ejemplos de esta realidad en las Guerras Carlistas, en las que unos combatientes jóvenes y desprovistos de su medio de subsistencia a raíz de las rápidas transformaciones económicas del medio rural español, no dudaron en recurrir a la extorsión, a la toma de rehenes y al pillaje para sobrevivir en un entorno hostil.

Otro tanto puede decirse de la guerrilla que combatió por igual al invasor francés que al afrancesado español, y que justificó las requisas y las ejecuciones, cuando no el mero robo, bajo la premisa de que se ejercían contra el traidor y el colaboracionista; no en vano, las improvisadas autoridades patriotas recurrieron a la expresión «corso terrestre» para organizar y reglar las primeras partidas guerrilleras. Las contiendas que asolaron España en la primera mitad del siglo XIX permitieron a sus partícipes, por insignificantes que fuesen, ajustar antiguas cuentas y poner sobre la mesa reivindicaciones inasumibles en la estratificada sociedad del Antiguo Régimen, con la que muchos de ellos, paradójicamente, no aspiraban a romper, sino que más bien ambicionaban ascender a sus escalafones superiores, hasta entonces vedados a los de su humilde condición.

De labriegos a generales

Fue esta cambiante realidad, propiciada por el derrumbe del Estado y el creciente faccionalismo, lo que permitió que labriegos y párrocos devenidos en guerrilleros se convirtiesen en generales que capitaneaban miles de hombres y regían amplias regiones con un poder casi absoluto, fundado no solo en su carisma, sino también en su capacidad para procurar el bienestar de sus hombres. El liberal Espoz y Mina y el reaccionario Cura Merino se cuentan entre los más célebres. La propaganda patriótica, necesitada de victorias frente al implacable invasor, publicitó sus éxitos a los cuatro vientos y contribuyó así a su fama. Generaciones de literatos y escritores políticos progresistas, como Galdós y Blasco Ibáñez, por citar a los más célebres, se nutrieron de la poderosa retórica de la guerrilla y la elevaron al estatus de mito nacional del que todavía goza en la actualidad.

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