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El golpe judicial de la República: la Constitución anticatólica de 1931

La II República española abordó la cuestión religiosa desde la hostilidad, persiguiendo la fe y el culto. Azaña declaró: “España ya no es católica”
La Raz
La Razón
  • César Alcalá

    César Alcalá

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La actitud de los políticos republicanos en poco varió de la de los moderados. Todas las prerrogativas conseguidas gracias al Concordato, fueron abolidas por el artículo 26 de la Constitución. La persecución religiosa que sufrió España durante la República, alentada por Manuel Azaña, se estructuró en estos puntos: aprobación de una Constitución descristianizadora; expulsión de los jesuitas; supresión del presupuesto del clero; disolución de los cuerpos eclesiásticos militares; sustitución del juramento público por la promesa; prohibición a las autoridades para asistir a actos religiosos; secularización de los cementerios; divorcio; escuela laica; disolución Tribunal eclesiástico de la Rota y de la Obra Pía de Jerusalén; campañas anticlericales de prensa; vejaciones eclesiales; y, finalmente, la plena violación del Concordato de 1851.
A diferencia del siglo XIX, en aquel momento la Iglesia pudo tener la oportunidad de dialogar con el Estado para matizar las palabras aprobadas en dicho artículo. ¿Qué le impidió dicho diálogo? La culpa del mismo se quiso achacar al cardenal Segura, Arzobispo de Toledo. ¿Por qué? Era demasiado monárquico e intransigente para tratar con los políticos republicanos. Gabriel Jackson escribe que “mientras tanto, la Iglesia supuso que iba a ser despojada por la República. El cardenal Segura, que todavía era primado de España, dio instrucciones desde Francia de que fueran vendidas propiedades de la Iglesia, instrucciones que fueron descubiertas cuando el emisario pasó la frontera. El Gobierno respondió el 20 de agosto [1931] con un decreto prohibiendo la venta, transferencia o hipoteca de las propiedades eclesiásticas, y al decreto una demanda formal de que el cardenal fuera depuesto del arzobispado de Toledo”.
El resultado de aquel tira y afloja, entre el Estado y la Iglesia, fue la petición, por parte de Pío IX, de que el cardenal Segura resignara el cargo. Éste contestó que no podía dimitir voluntariamente de su cargo como primado de España. Así pues, la decisión papal fue clara, en septiembre de 1931 se anunció la renuncia del cardenal Segura al arzobispado de Toledo. Con ello se pretendió mitigar el efecto de la nueva Constitución sobre la Iglesia española.
La Constitución aprobada el 9 de diciembre de 1931, sin el voto afirmativo de las derechas contenía, según Truñón de Lara “una amplia declaración de derechos y disposiciones tan importantes como la igualdad de todos los españoles (de ambos sexos, naturalmente) ante la ley, el sufragio universal, el divorcio vincular y la posibilidad de expropiación y socialización de bienes mediante indemnización. Sin embargo, los artículos más controvertidos fueron aquellos que admitían las autonomías regionales y los artículos 26 y 27, que suprimían toda subvención a la Iglesia, disolvía (sin nombrarla) la Compañía de Jesús y prohibían el ejercicio de la enseñanza a las congregaciones religiosas”. Esto provocó que el voto afirmativo fuera de 178 y negativo de 59.
Los artículos referidos a la Iglesia Católica fueron los que levantaron más discusiones entre los parlamentarios de derechas y de izquierdas. Así, por ejemplo, José María Gil Robles declaró que “no podemos aceptar ese proyecto de Constitución, y afirmamos que dentro de la legalidad, sin violencias, sin apelaciones a la fuerza, sin guerra que nuestras doctrinas nos prohíben, declaramos hostilidad al proyecto de Constitución, en la hipótesis de que se aprobara una disposición persecutoria como esa, tanto en el texto como en potencia para el porvenir. Desde el momento en que se aprobara un texto de esa naturaleza, declararíamos abierto un nuevo período constituyente”. A lo que Álvaro de Albornoz, ministro de Fomento, contestaba que “al influjo ideológico de la Iglesia se deben las taras de nuestro carácter, el sentido inquisitorial de la justicia, el sentimiento catastrófico de la vida que incapacita al país para una reforma moderna. Y yo digo: no más abrazos de Vergara; no más pactos de El Pardo; no más transacciones con los enemigos irreconciliables de nuestros sentimientos y de nuestras ideas. Si quieren hacer la guerra civil, que la hagan”.
Las palabras finales de Álvaro de Albornoz constituyen una réplica a las pronunciadas por Niceto Alcalá Zamora “es una Constitución que invita a la guerra civil, desde lo dogmático, en que impera la pasión sobre la serenidad justiciera en lo orgánico; en que la improvisación y el equilibrio inestable substituye a la experiencia y a la construcción sólida de los poderes”.
Al final Manuel Azaña dijo que “lo que constituye la situación religiosa de un país, no es la suma numérica de creencias y creyentes, sino el esfuerzo creativo de su espíritu, la dirección seguida por su cultura. En este sentido España había sido católica en el siglo XVI, aunque con muchas e importantes excepciones, y España había dejado ya de ser católica aunque hubiera millones de creyentes. La tarea de las Cortes era organizar instituciones correspondientes a esta verdad. En las presentes circunstancias la Iglesia no tenía derecho a utilizar al Estado como su brazo secular, que le pagara los gastos del culto, impusiera sus puntos de vista espirituales a la juventud y controlara tales funciones como el matrimonio y el entierro. El artículo 26 no estaba pensado para despojar a la Iglesia, sino para privarla de los privilegios especiales de que había disfrutado. Sería ridículo expulsar a las muchas órdenes pequeñas; pero la inmensa influencia educativa de la Iglesia tenía que ser quebrantada si se había de construir una República laica y democrática. Azaña también declaró: Lo que se llama problema religioso es en rigor la implantación del laicismo del Estado con todas sus inevitables y rigurosas consecuencias (…) La premisa de este problema, hoy político, la formulo yo de esta manera: España ha dejado de ser católica; el problema político consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica del pueblo Español”.
Con la aprobación del artículo 26, no sólo la constitución, sino la República, como dijo Osorio Gallardo, estaba herida de muerte. Las consecuencias no se hicieron esperar. Alcalá-Zamora y Miguel Miura dimitieron al no estar de acuerdo con la persecución que sufriría la Iglesia católica en España.