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Desmontando a Manuel Azaña, contra el mito republicano

La figura del que fuera presidente de la Segunda República siempre ha generado controversia. En su libro «Azaña, el mito sin máscaras», José María Marco dota de contexto a su legado
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Manuel Azaña se ha convertido en un mito porque la Segunda República es hoy el relato de otro mito típicamente soreliano: una historia falsa del pasado con el objetivo de movilizar a los incautos del presente para deslegitimar lo existente. Esto se debe a que en la Universidad y en la política españolas se instaló una interpretación de la Historia contemporánea de nuestro país que justificaba exclusiones y superioridades morales. Era la exégesis de una invención repetida hasta la saciedad, como una oración, por alumnos y periodistas. Cuánto martirologio de grandes hombres, con un pueblo abnegado, unidos por la esperanza de sacar a este triste país del pozo en el que la monarquía, la Iglesia y el Ejército lo habían tirado para su propio beneficio. Todavía se oye esta historieta entre los doctorandos y, por supuesto, entre los periodistas menos instruidos.
Una falsa equiparación
La Segunda República no fue una democracia, ni podía equipararse a las monarquías democráticas de Suecia o Gran Bretaña, ni a las repúblicas francesa o norteamericana. El historiador Luis Arranz dice siempre para demostrarlo que se compare a Branting, el líder socialdemócrata de Suecia, jefe de Gobierno en tres ocasiones entre 1920 y 1925, con los líderes del PSOE de la misma época, desde Pablo Iglesias a Besteiro y Largo Caballero. ¿Qué se podía esperar de los socialistas españoles, revolucionarios de 1917, colaboradores de la dictadura en 1923 y conspiradores siempre? Muy poco. La pregunta es por qué los republicanos se unieron a este PSOE. Quizá porque tenían un objetivo común: llegar al poder para hacer la revolución.
La clave está en el concepto de republicanismo que tenía Azaña, y que José María Marco cuenta magistralmente en su nuevo libro sobre el personaje, subtitulado con acierto «El mito sin máscaras». Porque lo que ha caracterizado al retrato del personaje son los velos y el adorno, el tratarlo como el único antecedente decente de la democracia actual. Marco, quizá el historiador que más ha trabajado al republicano, describe a Azaña como un hombre que se odiaba a sí mismo, un antimoderno anclado en el 98 y en el regeneracionismo visionario y autoritario que traicionó al liberalismo. Esa faceta personal, y la mala interpretación de la Tercera República francesa, la mala digestión del republicanismo radical del país vecino, convirtieron a Azaña en un demagogo revolucionario. El mito del republicano demócrata y liberal se cae con esta obra a la vista de su acción política y de la relectura de sus escritos, desde las novelas a las «Memorias», unas páginas, dice seguro Marco, «dedicadas a retratar al autor como a él mismo le gustaría ser recordado» (página 273).
Todo procede del republicanismo que acuñó Azaña. Su mentalidad era propia de la época, y muy coincidente con el republicanismo histórico español, al que se echa de menos en el libro. Azaña convirtió una forma de Estado como es la República en una ideología; es decir, en una religión secular, un dogma con feligreses que debían tener el poder por derecho, y apóstatas a los que se tenía que apartar de las instituciones. Era una fe con sus mártires, símbolos y milagros a los que rendir un culto revolucionario y que traería un paraíso capaz de arreglar cualquier problema. La República era el altar en el cual se sacrificaba la misma libertad con la que legitimaba su proyecto.
Marco deja claro que Azaña concibió la República como una revolución, la creación de un régimen nuevo a cualquier coste, el «punto cero de la Historia» (página 182). Por eso se alió con los que tenían el objetivo de desmantelar España, como el PSOE, y despreció a los moderados, como Alcalá-Zamora o Lerroux, sus aliados naturales. Esta fue la razón de que, también como herencia de su paso por el Partido Reformista y el regeneracionismo, confundiera a los catalanes –el todo– con los nacionalistas –la parte–. Era una visión instrumental y revolucionaria, no democrática. Así llegó a soltar a Maura que ERC era el «mejor escudo» y los «mejores paladines» de la República.
La República era, decía, el inicio de una nueva Era, lo que venía a ser una copia de la mitología republicana francesa sobre 1789. Azaña se creía el arquitecto, el desvelador de la verdadera España, sometida durante siglos, y cuya naturaleza iba a aflorar. Cánovas dijo que venía a continuar la Historia de España, y Azaña declaró que iba a rectificarla, lo que era propio de lo que Talmón llamó un «mesías político». La Historia no se rectifica, sino que sucede. Marco define estas palabras de Azaña como una «alucinación entre el lirismo y la épica».
Azaña puso su concepto de República por encima de los derechos individuales y de la libertad. Esto hizo que permitiera la quema de conventos en mayo de 1931, y lo usara, en palabras de Marco, como «pretexto para intensificar la política anticlerical» (página 126). La secularización se convirtió en anticlericalismo. Era el conocido principio totalitario de adecuar la sociedad a la ideología a través de la legislación que impone, corrige y prohíbe. No era cierto que España hubiera dejado de ser católica, sino que, como apunta Marco, Azaña defendió que debía dejar de serlo. Si la realidad no se ajustaba al molde ideológico, peor para la realidad.
Marco lo cuenta para el otro eje de la política azañista: la reforma del Ejército. Su concepto de la milicia estaba en 1931 tan anticuado como fundado en una ensoñación sobre la República francesa pasada por la Primera Guerra Mundial, la de una nación armada para su defensa. Azaña reorganizó el Ejército sin conocerlo ni haber hablado con nadie con el propósito de sustituir la lealtad al Rey por la obediencia a «la razón republicana» (página 144). Podría considerarse un intento de despolitizar la institución si su República no hubiera sido un régimen de partido y esa «razón» no se confundiera con una nueva forma de politizarla.
Solo los de izquierdas
Azaña no entendía la República como una democracia, sino como una revolución. Nadie cabía en ella, salvo los republicanos de izquierdas. Ya lo dijo Nicolás Salmerón en 1873: «la República, para los republicanos». Era un sectario y un demagogo, dice Marco. Por esto estuvo detrás de la Ley de Defensa de la República, que la convirtió en un régimen militante, sin libertad, y no aceptó el resultado de las urnas en 1933, negando la legalidad y la legitimidad del nuevo Gobierno. Marco cuenta cómo Azaña conoció los planes golpistas del PSOE y ERC en 1934, no los denunció, y se apartó, como en 1917, para esperar el resultado. Es más; llegó a decir que el golpe del 34 fue provocado por la derecha.
La descripción del Azaña posterior al 18 de julio de 1936 es magistral. Un hombre escondido y fracasado que ve cómo su sueño de una «República absoluta», parlamentaria, no es defendido ni siquiera por aquellos a quienes su Gobierno repartió armas. Vio impotente el crecimiento del comunismo soviético, el Terror en Madrid y en Barcelona, el ninguneo de las estructuras republicanas, y el control de la economía en manos de UGT y CNT.
El mito, como casi siempre, está reñido con la Historia, que es una disciplina ajustada a una documentación que se ordena para responder a buenas y valiosas preguntas. Resulta una trampa responder a esas cuestiones antes de usar los documentos. No es el caso del libro de Marco, que culmina una brillante trayectoria sobre el camino intelectual y político de varias generaciones de españoles que desde el 98 quisieron imponer el paraíso a costa de la libertad.

Una inexplicable reivindicación

En noviembre de 2020, la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, presidió un homenaje a Manuel Azaña en la sede de la soberanía nacional. Fue presentado como un demócrata, símbolo del consenso y de la mejor España. El acto recogió la reivindicación del político republicano que ya hicieron los socialistas Felipe González y Rodríguez Zapatero, y los populares Aznar y Rajoy. Los primeros ven en Azaña a un reformista que luchó contra los privilegios y por la igualdad social, poniendo «en su sitio» a la Iglesia, al Ejército y «al capital». Y los segundos, la derecha, porque Azaña criticó a los nacionalistas catalanes –ya iniciada la Guerra Civil– y se considera un defensor de la unidad nacional, aunque dijo en 1917 que si se llegaba a un punto de crecimiento del independentismo era mejor dejarlos ir. Es lógico que la izquierda considere a Azaña poco menos que un santo laico, símbolo de la España que pudo ser, pero no se entiende hoy en la derecha, cuando se sabe, como demuestra Marco, que fue un político que despreció la democracia, traicionó el liberalismo y se alió con los que querían romper el país y la convivencia.