Al Ándalus: entre la utopía de la convivencia y el saber y la negación de la España esencialista
La España musulmana adquirió una dimensión legendaria de convivencia y sabiduría que debe ser observada con escepticismo y estudiado con el máximo rigor científico
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“¿Qué castillos son aquéllos? / ¡Altos son y relucían! /—El Alhambra era, señor, / y la otra, la mezquita; / los otros, los Alixares, / labrados a maravilla. / El moro que los labraba, / cien doblas ganaba al día, / y el día que no los labra / otras tantas se perdía; / desque los tuvo labrados, / el rey le quitó la vida / porque no labre otros tales / al rey del Andalucía. / El otro es Torres Bermejas, / castillo de gran valía; / el otro Generalife, / huerta que par no tenía”. A preguntas del asombrado Rey Don Juan responde Abenámar con el recuento de las maravillas de Al Ándalus, mito literario sin par de nuestra historia, que ha devenido tópico desde el Romancero popular hispánico –con su deleitoso octosílabo– al Romanticismo internacional para los extranjeros del “grand tour” por las Españas, como Potocki o Irving, en busca del exotismo y la magia del “Oriente en Occidente” que era la Península. La nostalgia de un paraíso perdido se hace notar en cierta literatura evocadora. El “leitmotiv” de la pérdida de España se pone ahora en lengua arábiga, con el llanto del “rey moro”, como antes fuera llanto de romanos ante bárbaros y de godos ante árabes. Un ciclo mitopoético que no cesa.
En efecto, la España musulmana, bajo el lema Al Ándalus, ha adquirido una dimensión casi legendaria en la historia de España y de toda Europa, como la única experiencia de estatalidad, lengua y cultura árabe y religión islámica vivida en Occidente. Detrás de la literatura, en la historia más popular, se mencionan siempre algunos lemas muy divulgados en torno al papel civilizatorio del mundo árabe –heredero de la ciencia y la filosofía griega en el, por entonces, “bárbaro occidente”, que las habría perdido– así como la convivencia pacífica de poblaciones de diferentes religiones gracias a la una ley que, pese a algunos problemas, permitió que cristianos y judíos conservaran su credo, previo pago de un impuesto.
Y si hay que ponderar siempre las maravillas de la España musulmana, la herencia léxica de la hermosa lengua árabe, la ciencia, el pensamiento y la poesía, también se debe mostrar cierto escepticismo ante las visiones simplificadoras de esta presencia en la historia de la península ibérica, en uno u otro sentido. Siempre ha habido extremos, tanto la utopía idealizadora como la dudosa Reconquista, en función de las ideologías, en un periodo histórico, el andalusí, que ha sido tomado más bien como “excepción” en la historia de España, no como una fase más. Por ejemplo, en la historia mitificada se ha tomado como un paréntesis entre las épocas romana y visigoda y la restauración neogoticista de la Castilla del siglo XI. El debate está, ciertamente, de nuevo en la “esencia” hispánica y surge sobre todo tras la grave crisis de identidad que supone el Desastre del 98: véanse los tratamientos ya clásicos de Menéndez Pelayo, Sánchez Albornoz y Américo Castro, y de ahí a la historiografía de los años 70 del pasado siglo. Pero, más allá de la literatura y la evocación esencialista, no hay que aceptar acríticamente las ideas edénicas de Al Ándalus como paraíso pacífico de las tres culturas pero tampoco el de la no-hispanidad demonizadora de un yugo foráneo a los cristianos, como tampoco hubo unidad monolítica en lo político o geográfico. Más allá de etiquetas y de los ecos literarios de héroes como el Cid y de las nostalgias del romancero, heredadas luego por el romanticismo, hay que investigar el tratamiento de la alteridad en nuestro medievo “cum mica salis”, como hace María Luisa Bueno, responsable de un proyecto de investigación actual en la UCM sobre espacios de frontera en el Medievo, que ha resultado en estupendas publicaciones y congresos.
Dejemos literaturas e ideologías en su lugar. Más allá de las intersecciones con ecos poéticos y etnogénesis, de uno y otro signo, está el debate sosegado sobre la historia. No hubo modelo ideal de tolerancia –quizá se abusa de la etiqueta de “convivencia”–, pese a la clara inspiración de legislaciones posteriores, como las Partidas, en cuanto al pago de impuestos para otros credos. Y aunque no hay dudar de la importancia del Aristóteles árabe, la Europa cristiana no era en absoluto iletrada en cuanto al legado clásico, que le llegó a través de la literatura latina y cristiana tardoantigua e incluso, en parte, en griego. La herencia islámica de España puede ser evocada poéticamente, pero merece una investigación imparcial, como la que se hace en la universidad actual, para poder transmitir a la sociedad una visión ponderada acorde con las circunstancias históricas y alejada de todo esencialismo.