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Anécdotas de la historia
Abril de 1857: dos asesinatos en palacio
Todo empezó cuando Francisco de Asís, el consorte sin suerte, quiso entrar en los aposentos de Isabel II, a la que creía yaciendo con Puigmoltó en esos momentos

Ahora es un lugar de visitas y exposiciones, pero hasta 1931 el Palacio Real tuvo una vida llena de episodios enrevesados. Sin ir más lejos, el 26 de abril de 1857 hubo dos asesinatos. Y no de personas cualquiera. Uno, el jefe del Cuarto del Rey, el general Antonio Urbiztondo, que había sido ministro de la Guerra. Otro, Joaquín Ossorio, marqués de los Arenales y ayudante de campo del general Narváez, que era entonces el presidente del Gobierno. Fue en presencia de Francisco de Asís, el consorte de Isabel II, cuya situación amorosa motivó la discusión que originó el doble asesinato, y que escuchaba al otro lado de la puerta que defendían gallardamente Narváez y su posterior finado ayudante.
Todo comenzó cuando la reina anunció en febrero de 1857 que estaba embarazada. Que el niño fuera de su marido habría sido uno de esos milagros que solo sor Patrocinio, la Monja de las Llagas, podía invocar. Los esposos estaban más separados que la felicidad y los impuestos. El afortunado padre era Enrique Puigmoltó, un capitán del cuerpo de ingenieros que defendió el Palacio Real en las jornadas revolucionarias de julio de 1856. Su perfil bravucón sedujo a la monarca Tras su conquista, el muy bocazas iba alardeando por los tugurios de Madrid y se atrevía a hacer brindis por su futuro hijo. Pronto lo supo todo el mundo. Las cortes europeas silbaron distraídas y miraron hacia otro lado. Hasta el Papa Pío IX fue avisado por la nunciatura de Madrid porque le habían ofrecido ser padrino y no querían que hiciera el ridículo.
La Prensa del momento afirmó que fueron muertes «naturales»
Narváez se enteró, cómo no, y decidió tomar cartas en el asunto. Discutió con Isabel II empleando «tan enérgicas expresiones –escribió entonces Simeoni desde la nunciatura en Madrid–, que la misma reina, llorando, le repuso: ¿es que deseas que aborte?». Narváez se colocó al borde del colapso. Hubiera querido enviar al imbécil de Puigmoltó fuera de España, a servir en el ejército de Cuba o de Filipinas, donde se moría fácilmente por cualquier enfermedad. Pero no podía hacerlo porque Isabel II, manipuladora, le dijo que el disgusto la mataría. Ahí no acababa el enredo, porque la reina había escrito a Puigmoltó una carta diciendo que el hijo que esperaba era suyo y el tipo exhibía el papel como si fuera un diploma complutense. Aquello podía volver loco a cualquiera. Cuánta estupidez. Narváez sabía que si los españoles creían en la paternidad de Puigmoltó quedaría desacreditada la dinastía y quitaría toda legitimidad al recién nacido.
A río revuelto ganancia de pecadores. Francisco de Asís, el consorte sin suerte, decidió aprovechar la ocasión para vengarse de la cornucopia. Quería que Isabel fuera declarada incapaz para reinar y su descendencia anulada. Ideó presentarse en Palacio para sorprender a su esposa en plena y solaz intimidad con el brioso Puigmoltó. Quería hacer una pillada en toda regla y sacar rendimiento, quizá un chantaje o una abdicación. Con este propósito Francisco se presentó con su nuevo ayudante, el general Antonio Urbiztondo. El militar tenía más medallas que pelos. Entrado en carnes, disimulaba tan mal su calvicie con una cortinilla como su absolutismo con su juramento de lealtad constitucional. Narváez, avisado de la presencia molesta, acudió con su ayudante de campo, Joaquín Ossorio y Silva, marqués de Arenales.
Señalamiento con el dedo
Francisco quiso entrar en los aposentos de Isabel, a la que creía yaciendo con Puigmoltó en esos momentos. Cuando el rey y Urbiztondo iban a forzar la puerta para tener testimonio visual del adulterio, señalar con el dedo y proceder al chantaje, aparecieron Narváez y Ossorio. Intercambiaron palabras, luego insultos, y finalmente empujones. La antesala de la reina parecía una taberna de madrugada tras la hora feliz. Urbiztondo desenvainó su espada, y lo mismo hicieron los paladines de la reina concupiscente. La situación recordaba a una trapisonda novelesca de Dumas.
El tañido de las armas chocando resonó como las vigas de la casa de los Usher en el cuento de Edgar Allan Poe. En cualquier momento podía aparecer la reina de blanco asustando a todos. No ocurrió y los mozos siguieron batallando. Urbiztondo asestó una estocada mortal a Ossorio, y mientras el acero descansaba en el cuerpo del marqués, Narváez contestó con un sablazo fatídico al ayudante del rey Francisco, que observó todo escondido detrás de una cortina. Los dos cuerpos sin vida quedaron ahí tirados, como en un drama de Shakespeare.
La Prensa del momento afirmó que fueron muertes «naturales», naturalmente. De Urbiztondo se dijo que falleció tras una «corta enfermedad que comenzó por calenturas gástricas y degeneró en pulmonía con complicación al hígado». De Joaquín Ossorio anunciaron que era el resultado de una enfermedad repentina. Y tanto. No hubo autopsia y nadie inició ningún procedimiento. La Historia es así.
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