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Historia

Los crímenes son para el verano: Las 16 puñaladas que acabaron con las estanqueras de Sevilla

Encarna se quedó a ayudar a su hermana Matilde en el día más inoportuno

Las muertes fueron el tema de conversación en la ciudad y en el resto de España durante semanas Fototeca Municipal de Sevilla

En la avenida Menéndez Pelayo, camino a la Universidad de Sevilla, pegaba el calor como si fuera Rocky Marciano en una velada en el Yankee Stadium de Nueva York. El único lugar abierto era el estanco que regentaba Matilde Silva Montero. A esas horas del mediodía sevillano la gente de bien había echado las persianas y se abrazaba al botijo. Bien apañados, lo que nadie podía imaginar era que Matilde y su hermana habían sido acuchilladas con saña una y otra vez, y que yacían al fondo del estanco. Era 11 de julio de 1952. Todavía duraba la conmoción por el incendio del seminario del Palacio de San Telmo, el 6 de julio, pero aquellos crímenes iban a ser el tema de conversación en la ciudad y en el resto de España. Matilde y Encarnación, la hermana, eran mujeres que ya habían superado el medio siglo. La última era cajera en los almacenes «El Águila», situado en la esquina de Jovellanos con Sierpes, una tienda de ropa para gente con pretensiones. Ese día –maldita sea su suerte–, Encarnación no fue a su trabajo, sino que decidió ayudar a su hermana en el estanco, que estaba bajo su domicilio. Alguien entró en el local, y ensartó trece veces a Matilde y tres más a Encarnación. En la lucha, tiraron las macetas, que mezclaron su tierra con la sangre que inundó el suelo de baldosas marrones. No cogió las 600 pesetas que había bajo el mostrador, ni las 7.000 que guardaban en una caja de puros habanos. Cerró la puerta del estanco y desapareció.

El sobrino de las finadas apareció al día siguiente. Era sábado y sus tías no aparecían. Entró en el estanco y las vio tiradas en el solado, boca abajo, una tras otra, vestidas de negro como si presintieran el final. El caso cayó en el juzgado número 3 de Sevilla. La policía se lo tomó muy a pecho porque Alfonso Ortí Meléndez-Valdés, el gobernador civil, falangista de camisa vieja, tenía mucha prisa en cerrar ese asunto tan feo que podía ensuciar su carrera política. Los guardias preguntaron a los bajos fondos porque los altos estaban en despachos. Fue así que «el Ojitos», un descuidero bizco, señaló a tres de sus compadres de los jardines de Murillo. Quizá lo hizo por congraciarse con los guripas, que no le dejaban «trabajar» entre los turistas.

El soplo señalaba a tres chorizos con antecedentes. Juan Vázquez Pérez, alias «el Mellao», fue el primero en ser detenido, justo cuando embarcaba para Melilla con la Legión. Un día de maltrato policial y cantó: le habían acompañado Antonio Pérez Gómez, que fue pillado en Madrid, y Lorenzo Castro Bueno, apodado «el Tarta» porque hablaba como una metralleta. El último fue capturado gracias a que la policía incendió el pajar en el que se escondía. Con estos tres fueron descartados el sobrino, que mantuvo su cara perpleja hasta los años 70, y el carnicero de la calle, del que decían que era muy diestro con los cuchillos.

A tortazo limpio

Los interrogatorios fueron a torta limpia, como corresponde a una dictadura cuando se trata de gente corriente. Tras dos semanas de trabajarles el cuerpo, los tres confesaron, aunque las historias resultaron contradictorias. Mientras, la investigación no avanzó. Las huellas halladas en el lugar del crimen no correspondían a las de los detenidos, las armas no fueron encontradas, y el dinero seguía en el estanco, por lo que el robo estaba descartado. El forense apuntó que el criminal estaba movido por el odio dado el número de puñaladas. Como nada encajaba desaparecieron cinco folios del sumario.

Llegó el juicio. En la sala 2ª de la Audiencia Territorial de Sevilla se reunieron los acusados y la parafernalia judicial. Era octubre de 1954. Afirmaron su inocencia, pero su mala suerte ya estaba echada. Las declaraciones escritas eran raras. Los tres acusados eran analfabetos, y las expresiones usadas eran propias de una sesión del Ateneo sevillano. Fueron condenados a muerte por robo y doble homicidio. Jerónimo Domínguez, el alcalde, única persona en esta parte del universo que ha sido presidente del Betis y luego del Sevilla, pidió el indulto, así como el obispo de la ciudad. No sirvió de nada. Un verdugo borracho, como mandaban los cánones, ejecutó por garrote vil a los hombres el 4 de abril de 1956. Lorenzo Castro, resignado, dijo: «No he matado a las estanqueras, pero pago por mi mala vida».

Secretos que se llevan a la tumba

Dos décadas después, fray Hermenegildo de Antequera, que había atendido a los tres desgraciados, recibió una petición de secreto de confesión. El hombre le dijo que había asesinado a las dos mujeres, pero que solo tenía remordimientos por los tres ejecutados. El sacerdote se llevó a la tumba el nombre del verdadero asesino. Se dice que las estanqueras tras la Guerra Civil habían delatado a algunos «rojos» de Estepa, su pueblo, que acabaron fusilados. Alguien quiso venganza y las cosió a puñaladas.