Ensayo histórico
Esclavitud: ¿Cómo recuerda Estados Unidos su pasado más cruel?
En «El legado de la esclavitud» Clint Smith, poeta y académico, recorre diferentes localizaciones relacionadas con el pasado esclavista de EEUU para comprender qué había detrás de la institición
Como «Django desencadenado», aquel esclavo negro liberto de Tarantino –aunque nuestro autor esté ligeramente contagiado de la dichosa ideología «woke»–, Clint Smith, el poeta y académico artífice de «El legado de la esclavitud» (Capitán Swing), viaja a diferentes puntos de los Estados Unidos que tuvieron una fuerte vinculación con la compra-venta de africanos en busca de explicación, reparación, o si se quiere, de un ajuste de cuentas; aunque este, a diferencia del personaje encarnado por Jamie Foxx, va «armado» con una libreta y una grabadora en vez de con dos pistolas.
Es esta una obra, pese a la dureza de su contenido, entretenida y didáctica; dado que no se trata de un pesado ensayo académico sobre la historia de la esclavitud en los Estados Unidos, sino más bien de una crónica en primera persona –cargada de una prosa lírica para intentar captar con el lenguaje lo sentimental, lo que escapa a lo descriptivo– de la experiencia del autor en los sitios marcados en negro que visita, especialmente enclaves esclavistas en los estados del sur del país.
De fácil palabra, Smith entabla conversación con los diferentes actores que se cruzan en su camino, con los que puede simpatizar más o menos, pero a quienes gracias a su trato afable consigue escudriñar y extraer un muestrario del pensamiento y del sentir de los estadounidenses respecto a uno de los episodios más negros de su pasado, el de la esclavitud, una ominosa institución, abolida en el siglo XIX, sobre la cual el autor asegura que se levantaron los Estados Unidos de América: «La infraestructura económica de EEUU se construyó sobre la agricultura, que fue fundamental para su propia fundación como país. Todas las personas que trabajaban en los campos y las personas que recogían el algodón, el tabaco, que plantaban el índigo y trabajaban la caña de azúcar eran negras. Eran negros explotados. Y todas estas son las exportaciones que levantaron el comercio global de EEUU y que hicieron que se creara una nueva clase económica: la capitalista».
Uno de los personajes –aunque no sea una obra de ficción, en la literatura siempre ficcionamos a las personas reales– con los que conversa largamente el autor de «El legado de la esclavitud» en uno de los capítulos iniciales del libro es con David Thorson, quien le hace de cicerone en Monticello, la finca o plantación del presidente Thomas Jefferson en Charlottesville (Virginia), lugar donde mientras redactaba la Declaración de Independencia de los EEUU tenía esclavizadas a cientos de personas negras: «Jefferson no fue el único en sus inconsistencias morales; más bien, fue uno de los padres fundadores que lucharon por su propia libertad mientras oprimían a cientos de otros», escribe Smith sobre Jefferson, de quien también se cuenta que extramatrimonialmente tuvo relaciones sexuales (no consentidas) con una esclava menor de edad con la que tuvo varios hijos a los que trataría peor incluso que a las personas de raza negra. Normal que una de las visitantes blancas, admiradora del presidente como buena parte de los estadounidenses, diga que esto «realmente le quita brillo al personaje».
Pero decíamos que el guía de Monticello, David Thorson, con quien Clint Smith mantiene una interesante charla, le da una de las claves para la historia de este libro; le dice que piensa «que la historia es el relato del pasado, haciendo uso de todos los hechos disponibles, y la nostalgia es una fantasía sobre el pasado que no utiliza ningún hecho; y, en algún lugar entre ambas, se encuentra la memoria».
Precisamente, esta memoria nostálgica – «No sé si es cierto o no, pero me gusta», frase con la que resume el pensamiento sureño– es lo que reprocha este poeta y académico a tantos descendientes de soldados confederados que se reúnen en el cementerio de Blanford, en Peterburg (Virginia), para homenajear a los caídos de su bando –donde mitológicamente incluyen a tenientes de raza negra– durante la Guerra de Secesión. Un conflicto sucedido a mitad del siglo XIX sobre el que Smith no tiene dudas que el «casus belli» fue la esclavitud: concretamente la pretensión de los estados del sur, cuya economía se sustentaba en los trabajos agrícolas realizados por los africanos, en extender la institución a los estados del norte o de la Unión: una política expansionista para defender lo suyo y, de paso, exorcizar la amenaza de la futura presidencia de Abraham Lincoln, quien agitaba el fantasma de la abolición en todo el país.
De la isla de Galveston a la de Gorea
A vueltas con la nostalgia y la historia, el relato del autor de «El legado de la esclavitud» se agrieta o, mejor dicho, hace aguas, cuando reflexiona sobre su viaje a la isla de Gorea, en Senegal, donde visitó la Casa de Esclavos –desde donde estos eran embarcados hacia la otra orilla del Atlántico– y la Puerta de no retorno. Resulta que las cifras que manejan oficialmente los senegaleses son totalmente falsas: hablan de millones de africanos que fueron enviados desde la isla de Gorea hasta Estados Unidos cuando, como bien ha contrastado Clint Smith, realmente fueron en torno a 33.000. No más.
Bien hasta aquí el poeta, evidenciando los datos grotescamente engordados pese a que no remen a favor de su relato, pero se traiciona cuando al final del capítulo se pregunta si «¿importaba de verdad si había habido personas esclavizadas encarceladas allí, o lo que importaba era que mi sensación de lo que el cautiverio significó para millones de personas se había intensificado de manera irreversible? ¿Puede un lugar que relata incorrectamente ciertos datos seguir siendo un lugar que represente una verdad aún más grande?».
No. Le responderé con sus propias palabras antes de que lo lea Arcadi Espada –¡lo fáctico!– y lo pulverice: «La nostalgia es una fantasía sobre el pasado que no utiliza ningún hecho» y «No sé si es cierto o no, pero me gusta».
En fin, otra isla que visita Smith en su ruta por los lugares de la memoria esclavista es la de Galveston, en Texas, que recibe el nombre del español Bernardo de Gálvez, gobernador de la Luisiana nacido en Macharaviaya, en la Axarquía malagueña. De Gálvez no se acuerda el autor en su capítulo, pero sí de la celebración del Juneteenth: ya que se piensa que un 19 de julio de 1865 el general de la Unión Gordon Grander, desde un balcón de una casa de la ciudad, proclamaba oficialmente la libertad de todos los afroamericanos esclavizados de Texas.
Una proclamación, recogida en la decimotercera enmienda, que no se hizo realmente efectiva hasta bastante tiempo después: para el autor, la esclavitud negra, aunque de forma encubierta, sigue presente hoy día, por ejemplo, en la prisión estatal de Luisiana, conocida como «Angola», edificada sobre una plantación de algodón, la cual está «destinada a canalizar a la gente negra hacia el sistema de arrendamiento de convictos, reemplazando en parte la fuerza laboral perdida como resultado de la emancipación».
La estrategia de Lincoln
A raíz de lo anterior, escribe el poeta que «Mucha gente cree que fue la Proclamación de Emancipación la que puso fin a la esclavitud, pero la Proclamación de Emancipación se firmó el 1 de enero de 1863 y fue en gran medida un documento militar. Fue un documento que anunció el fin de la esclavitud en los estados confederados, pero Lincoln sólo podría hacer cumplir ese edicto si la Unión llegaba y conquistaba esos estados. La Proclamación de Emancipación fue el comienzo de un largo proceso de libertad para los negros que duró años.»
Además, explica Clint Smith que el interés principal de Lincoln en proclamar la libertad de los esclavos no era de corte humano o moral, sino estratégico o militar. Con la firma de este documento emancipador el presidente de los Estados Unidos se aseguraba que ni Francia ni Inglaterra apoyasen a la Confederación, ya que eran países antiesclavistas, con la que compartían intereses que podría haber llevado a estas naciones a batallar. Por último, el autor también visita Nueva York, para señalar que los estados del norte también participaron y se beneficiaron del esclavismo. «Existen huecos que NY hace tiempo que barrió bajo sus rascacielos y mantuvo oculto de los brillos de sus luces norteñas, donde el eco del pasado corre desde Wall Street a Central Park».