Arqueología

La magia, contra el dolor infantil romano

En Roma, menos de la mitad de los niños alcanzaban los diez años. No extraña que los padres optasen por diversas estrategias para proteger a sus hijos, como el uso de amuletos o gesticulando con las manos

Níobe intenta proteger a sus hijos de Artemisa y Apolo en una obra de Jacques-Louis David
Níobe intenta proteger a sus hijos de Artemisa y Apolo en una obra de Jacques-Louis DavidJacques-Louis David

Por razones históricas y culturales, es inevitable realizar comparaciones entre el presente y la antigüedad romana aunque, todo sea dicho, a menudo sean de brocha gorda, pues cuesta comprender las inmensas diferencias que nos separan, como se observa, por ejemplo, en la demografía. Nuestro presente supone la culminación del régimen de transición demográfica iniciado por los avances tecnológicos, médicos, alimentarios e higiénicos derivados de la Revolución Industrial, que posibilitaron el enorme incremento poblacional de los últimos dos siglos. Desde esa perspectiva, las sociedades de la antigüedad se asimilan al régimen demográfico antiguo, caracterizado por elevadas tasas de natalidad y mortalidad y una baja esperanza de vida. En particular, choca la mortalidad infantil. Si en la España actual fallecen menos de tres menores de un año por cada mil, las estimaciones para Roma apuntan a unas cifras cien veces superiores: menos de la mitad de los niños alcanzaban los diez años.

Por esta razón, además de la influencia y extensión del estoicismo en Roma, en especial entre las élites, se ha querido ver una cierta insensibilización de la sociedad ante la muerte de los más pequeños. Así, Cicerón señaló en sus «Disputaciones tusculanas» que «si muere un niño pequeño, hay que soportarlo con ánimo sereno, mientras que, si muere en la cuna, no hay ni siquiera que lamentarlo», mientras Séneca calificó de afeminada la actitud doliente de su amigo Marulo tras la pérdida de su hijo. Sin embargo, esta frialdad no se sostiene en la evidencia antigua, sea ficticia, como el mito de la desafortunada Niobe, a quien los asesinatos de doce de sus hijos ordenados por la diosa Leto la desconsoló tanto que se transformó en piedra, ni tampoco en la realidad conforme la evidencia, en particular epigráfica, que ha legado relatos conmovedores. Así, una inscripción de Frosinone erigida por los padres de un innominado niño fallecido con «doce años, cinco meses y algunos días más» que había «vivido todo ese tiempo sin hacer daño a nadie, digno de ser respetado con verdadero cariño». Angustiados, reprochaban a las parcas, las divinidades que hilaban el destino, que les hubieran privado «a unos padres temblorosos de su hijo lleno de vida y a envolverlos, abatidos, en un terrible duelo». También resulta terrible el epígrafe erigido en Roma por Cheone, una esclava al servicio de la patricia Cornelia Volusia, que lloraba a su hijo Félix, muerto con apenas ocho meses. Solicitaba lastimeramente que nadie profanase el suelo donde reposaba y que, si así sucediera, el responsable «profesara el mismo dolor que ella había sentido».

Arqueología sensorial

Ante esta incertidumbre, no extraña que los padres romanos optasen por utilizar diversas estrategias tendentes a la protección de sus niños, pues, como indicase Epicteto, uno sabía cuando le daba un beso a un hijo que éste «podría morir mañana». Destaca el empleo de la magia para su protección y, en particular, el uso de objetos apotropaicos, siendo los dos más reconocibles la bulla y la lúnula, usados respectivamente por los niños y las niñas. Sin embargo, no son los únicos, como se aprecia en un interesante artículo publicado en «Theoretical Roman Archaeology Journal» por Adam N. Parker, conservador del museo de York, y titulado «Teething Problems: Pierced tooth amulets and sensing pain in the Roman archaeological record». Si la bulla o la lúnula eran amuletos destinados a defender del mal en un sentido amplio, al igual que, por ejemplo, el fascinus y el manus fica, un gesto consistente en situar el pulgar entre los dedos índice y corazón, existían muchísimos otros enfocados a un uso privativo.

En este caso, Parker analiza un amuleto consistente en un diente de lobo perforado que, colocado al cuello del menor, servía, según Plinio el Viejo, para «quitar el miedo a los niños y las enfermedades de la dentición», una tarea para la cual también recomendaba usar la piel del animal y el unto de sesos de liebre sobre sus dientes. Asimismo, Plinio resalta su utilidad en los caballos, pues prevenía su agotamiento durante las competiciones circenses. El artículo tiene la virtud de analizar esta práctica desde la interesante perspectiva de la arqueología sensorial aplicada a la subjetividad del dolor a través del análisis del registro material de la Britania romana y, además, propone que también se empleasen otros dientes perforados de más animales, sean salvajes, como el oso, el jabalí, el zorro, el tejón o la liebre, o domésticos, como la vaca o el cerdo. Indudablemente, representaban un tipo de superstición popular basada en unos principios que, a menudo, se nos escapan y si atendemos a otros amuletos infantiles, como atarles a las niñas una tela con excrementos de cabra, no extraña que los antiguos romanos le tuvieran especial temor a los fantasmas de unos niños comprensiblemente cabreados.