Marfiori y Ramiro de la Puente: así eran los amantes desconocidos de Isabel II
Caído Carlos Marfori en desgracia, ocupó el corazón de la reina el último de sus amantes: Ramiro de la Puente y González Adín, marqués de Altavilla
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La reina Isabel II, primogénita del rey felón Fernando VII y madre de la atractiva y rebelde infanta Eulalia de Borbón, cayó en brazos de un desconocido favorito: Carlos Marfori y Calleja. Pariente del general Ramón María Narváez e italiano de origen, Carlos Marfori había desempeñado importantes cargos políticos en provincias, hasta su llegada a Madrid, donde en 1857 fue designado gentilhombre de cámara y gobernador civil. A su don de hacerse querer, gracias a su carácter dúctil y apacible, el nuevo amante de la reina sumaba todos los encantos físicos que cautivaban a la soberana: era alto y fornido, moreno, de mirada penetrante, y con un generoso bigote cuyas guías le encantaba a él mismo retorcer.
Manuel del Palacio, en sus Crónicas íntimas, nos ha dejado una descripción muy visual de él: «Hombre vestido a lo jaque, con chaquetilla corta o marsellés abrochado, según las estaciones, amén de sombrero gacho, polainas y demás adornos y arrequives. Su rostro, en armonía con su traje, ostentaba unas enormes patillas de las llamadas de boca de jacha». Si algo perdía a Marfori eran las mujeres. El propio general Narváez se vio obligado, para cubrir las apariencias, a casarlo con su sobrina Concepción Fernández de Córdoba, a la que había dado un hijo ilegítimo. Además de atractivo, Marfori era valeroso y arrogante, dotado de una extraordinaria habilidad para refinar sus cualidades tan viriles, haciéndolas parecer seductoras. Su carácter contradictorio a veces, pues no era él un hombre culto sino un político decidido capaz de mostrarse sumiso y humilde, pero también orgulloso y rebelde, hechizó enseguida a Isabel II.
Su irrupción en palacio coincidió con la ascensión de Antonio Romero de Toro a senador vitalicio por designación real. En 1867, Marfori se convirtió en ministro de Ultramar, intendente de palacio y marqués de Loja, título al cual renunciaría en mayo de 1868. Ese mismo año acompañó a la reina al destierro, instalándose con ella en el hotel Basilewski, bautizado por los cortesanos de Isabel II como Palacio de Castilla, situado entre la avenida Kleber, llamada antiguamente avenida del Rey de Roma, y la calle Dumont D’Urville.
Restaurado Alfonso XII en el trono, Marfori regresó a España con la reina, pero fue detenido en Madrid y encarcelado poco después en el castillo gaditano de Santa Catalina. Los nuevos políticos de la Restauración, empezando por Cánovas, que detestaba al favorito, pidieron la cabeza de éste… y la obtuvieron. La reina le escribió una carta como amarga despedida. Fechada en París, el 25 de enero de 1875, dice así: «Marfori: Quiero que estas palabras mías se graben en una medalla que lleves como testigo de mi eterna gratitud por la lealtad, abnegación y ejemplar desinterés con que me has acompañado en mi desgracia, dándome consejos y cooperación para mis trabajos políticos a través de todo género de dificultades y amarguras, hasta que con el auxilio de Dios y de los leales españoles, tenga el placer de ver en el Trono a mi querido hijo Alfonso XII. Tú, que has sido el más fiel cortesano de mi dolor, cuando la soledad y los desengaños me agobiaban, y que al lucir para mí mejores días decides contra mi voluntad separarte de mi lado, recibe al menos, como única recompensa, que quieras aceptar la expresión indeleble del reconocimiento y del cariño que te conservará siempre el corazón de tu buena amiga, la reina Isabel».
Caído Marfori en desgracia, ocupó el corazón de la reina el último de sus amantes conocidos: Ramiro de la Puente y González Adín, marqués de Altavilla. El gran cronista Pedro de Répide nos dejó una semblanza nada edificante de él: «Aquel farolón comprometía a la ex reina con sus jactancias, y después de separado de ella no ponía en sus palabras el recato que todo hombre debe usar al referirse a sus triunfos amorosos. Hasta cuando no hablaba dejaba conocer el mudo y elocuente testimonio de un reloj de oro que le suscitaba demasiado frecuentes deseos de conocer la hora, y en el cual se veía grabada esta inscripción: A mi Ramiro, su Isabel». Nacido en Sevilla, en 1845, De la Puente o Altavilla, como se prefiera, estaba casado con una señora rolliza, que recordaba así en parte a la regia señora que cortejaba en palacio. Dotado de una hermosa voz de cantante aficionado, el marqués de Altavilla debió admirar a la simpar Elena Sanz, amante del rey Alfonso XII. Fue además capitán de Artillería en el barrio de Salamanca, durante los preparativos de la Restauración.
El marqués de Altavilla llegó al Palacio de Castilla en noviembre de 1875 y allí se quedó, designado por la reina secretario particular suyo. Por las noches, el marqués recorría alegremente los cabarets y cualquier otro garito que se terciase en busca de mujeres de baja estofa. De su nefasta influencia sobre Isabel II, el marqués de Molins, embajador español en París y antiguo ministro de la Corona durante el gobierno del conde de San Luis, escribía a Cánovas, alarmado: «La Reina, cada vez peor. Va a todas partes… con el amigo. Pero lo que no creerá usted es que fue a comulgar el día de la Concepción en la parroquia de Saint Pierre de Chaillot con él y con la señora; cuando la Reina Cristina me lo contaba, le saltaban las lágrimas de rabia. Quien esto hace, ¿cómo quiere usted que pueda respetar ni sus palabras ni sus escritos?».