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General Narváez, orden y patria

La figura de este presidente conservador, muchas veces denigrada, fue clave para evitar los conflictos civiles y permitir una España más próspera
El general Ramón María Narváez
El general Ramón María NarváezMuseo del Prado
La Razón
  • Yoel Meilán

    Colaborador

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Las grandes figuras políticas de la Historia son siempre polémicas, sobre todo, aquellas destinadas a gobernar en tiempos convulsos. Pocas personalidades han sido tan golpeadas por el paso del tiempo como el general Ramón María Narváez, tachado por muchos como un tirano cruel. Nada más lejos de la realidad o, al menos, no completamente. Y es que sus acciones, si bien muy polémicas, construyeron la España del siglo XIX tratando de evitar la lucha intestina en el país al mismo tiempo que dieron pie a otros movimientos que acabarían consolidando un sistema estable.
El denominado por sus contemporáneos como el «Espadón de Loja» por haber nacido en esa localidad granadina, fue desde sus inicios un militar brillante. Destacando, aunque a algunos les pueda sorprender, por su lucha ferviente contra el absolutismo durante el llamado «Trienio Liberal» (1820-1823). En ese momento, se enfrentó como oficial a los «Cien mil hijos de San Luis», enviados por las potencias absolutistas en alianza con el rey Fernando VII para devolver el Antiguo Régimen a España. Tras la derrota en ese conflicto, se negó a formar parte del ejército real por considerar al monarca un traidor que había prometido jurar la Constitución para luego tratar de reconstruir el absolutismo apoyado en potencias extranjeras.
Su andadura política, que abarcaría hasta siete gobiernos, comenzó con el reinado de la hija de Fernando, Isabel II. Tras el caos derivado de la sucesión en 1833, con las Guerras Carlistas y sucesivos golpes de Estado, se puso al mando de un grupo de militares que trató de evitar el conflicto civil y establecer un gobierno fuerte. En 1844 fue nombrado presidente del Gobierno en nombre del llamado Partido Moderado (conservadores) y realizó una serie de medidas con el objetivo de mantener el orden en el país. De tal manera, llevó a cabo una reforma Constitucional en 1845 que trataba de aunar a las diferentes facciones nacionales en un proyecto mixto; liberal en su forma y fondo, pues existía la capacidad de voto y un parlamento efectivo, al mismo tiempo que la monarquía y la nobleza mantenían privilegios. Así, buscaba Narváez evitar más guerras civiles entre los liberales radicales y los defensores del Antiguo Régimen. Al igual que su compañero de partido, Donoso Cortés, la obsesión política de Narváez era el orden y la defensa de la nación. Sin ser tan religioso como este último, entendía que el Estado debía velar, sobre todo, por la seguridad del país y de los ciudadanos. Así, sus grandes proyectos políticos fueron la ya mentada reforma constitucional y la creación en 1844 de la Guardia Civil como un cuerpo de seguridad independiente al Ejército y menos tendente a la movilización política, que diese seguridad a la población y evitara los conflictos en todo el territorio.
Lo que se suele criticar de Narváez es su violencia contra los disidentes políticos. Algo que es cierto. Si bien logró evitar las revoluciones que plagaban Europa desde 1848 y que produjeron conflictos civiles constantes en Francia o Austria, así como frenar las luchas internas dentro del país entre absolutistas y liberales, la forma de hacerlo fue a través de la represión de los elementos más radicales. Tanto sería así que algunos historiadores han bautizado a Narváez como la «Espada que detuvo el tiempo» por su capacidad para evitar las revoluciones. Pese a la crítica, lo cierto es que en una España que pasaba por momentos difíciles se logró una estabilidad destacable para el mundo europeo en aquel momento. Tanto sería así que, en palabras del gobierno francés, este general era «uno de los más fuertes adalides del orden público y de la tranquilidad general». Gracias a su mano dura se logró que potencias absolutistas como Austria o Estados contrarios al gobierno español como la Santa Sede reconociesen al gobierno de España como legítimo, normalizando unas relaciones diplomáticas que habían sido muy difíciles durante la mayoría del siglo XIX.
Pese a los bulos que se difundieron sobre su persona, como que en su lecho de muerte había afirmado que no tenía enemigos porque «los había fusilado a todos», tras su fallecimiento en 1868 el régimen isabelino colapsó, entrando en un período de seis años de conflicto constante denominados como «Sexenio Democrático», que tan sólo se solucionaría con la llegada al poder de uno de los admiradores del general, Cánovas del Castillo, que, siguiendo los planteamientos del «Espadón de Loja», consolidó la Restauración Borbónica bajo dos preceptos: mantener el orden y defender el país.