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Los ojos vendados de Alfonso XIII con su primogénito hemofílico

El rey estuvo preocupado con la instrucción del heredero y en darle una educación acorde con sus responsabilidades
Los ojos vendados de Alfonso XIII con su primogénito hemofílico
El rey Alfonso XIII asomado en una azotea
José María Zavala

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El rey Alfonso XIII permaneció muchos años con los ojos vendados ante la innegable limitación de su heredero hemofílico para reinar. Pero esa ceguera impuesta no era exclusiva de él: la revista «Mundo Gráfico» aludía también al príncipe como si estuviera plenamente capacitado para ceñir algún día la Corona de España.
Publicada en febrero de 1922, cuando Alfonso contaba casi quince años, la crónica titulada «El Príncipe de Asturias y sus profesores» elogiaba así su aplicación en los estudios: «S. A. R. el Príncipe de Asturias trabaja asiduamente para obtener la amplia educación que corresponde a su elevada jerarquía. Ilustres profesores tienen esta honrosa misión, y el Príncipe recibe las lecciones de las diferentes enseñanzas con verdadero interés y gran aplicación. Como a todos los niños les ocurre, siente predilección por determinados estudios; pero a todos ellos consagra su tiempo, toda vez que todos son necesarios a quien tan alto destino debe cumplir. En su gabinete de estudio, dotado de los elementos que son necesarios para facilitar su instrucción, pasa el Príncipe muchas horas del día, no sólo recibiendo las lecciones de sus profesores, que alternan para no fatigar imprudentemente al joven heredero del Trono, sino también a solas con sus libros. No es la educación de un Príncipe semejante en absoluto a la de cualquiera otro niño de su edad, sino mucho más difícil y complicada, pues a los conocimientos literarios y científicos generales que constituyen la base de estudios necesarios para ejercer una carrera han de añadirse, en este caso, otros muchos especialísimos conocimientos, imprescindibles a quien ha de estar convenientemente preparado para ostentar en su día la suprema representación del Estado».
Alfonso de Borbón y Battenberg, hijo de Alfonso XIII y de Victoria Eugenia, se enfrentó desde pequeño a sus primeros problemas de matemáticas aprendiendo a restar. En su libreta escolar, él mismo había anotado de su puño y letra el enunciado del siguiente problema: «Un labrador ha cosechado 8.685 gavillas. ¿Cuántas debe trillar aún si ha trillado ya 1.978?». Justo debajo, hizo constar la solución… ¡equivocada!: «6.787», escribió. Acto seguido resolvió, ahora sí correctamente, este otro problema: «¿Qué cantidad se deberá pagar por tres toneladas de carbón a 86,50 pesetas la primera, 79,80 pesetas la segunda, y 84,25 pesetas la tercera?». Y la solución: «250,55 pesetas».
Su padre se preocupaba también de que su primogénito aprendiese idiomas: francés, con la señorita Le Dieu; inglés, con la profesora Dutton; y alemán, con Fräulein Paula, una austríaca que ya había impartido clases al rey y a la que la Familia Real vería con frecuencia luego, en el exilio. El príncipe se esforzaba igualmente con el latín; entre sus deberes de la semana, anotó él mismo: «Lunes: verbo “esse”; martes: subjuntivo, imperativo e infinitivo del verbo “esse”, y declinación de “insula” y “templum”; miércoles: indicativo de la voz pasiva del verbo “amare”, y declinación de “orbis” y “Carmen”; viernes: Repaso de las cinco declinaciones. Lo del miércoles; sábado: pronombres “ego” y “zu”, imperativo y subjuntivo del verbo “amare” en la voz pasiva, y traducción».
El joven organizó luego su propio horario, de lunes a sábado, durante el cual estudiaba aritmética, gramática y caligrafía, conversación y escritura, historia, geografía, dibujo e historia sagrada. Al cumplir los dieciséis años, su director de estudios, el conde de Grove, le impuso que repasase también la Constitución todos los días durante media hora. El rey se preocupó de la formación religiosa de su primogénito, encomendada al padre Vales Failde, presidente del Tribunal de la Rota.
El horario espartano, milimetrado, regía también por las tardes; de vez en cuando, Alfonso y su hermano menor, Jaime, aprovechaban para visitar museos: el de Historia Natural era su preferido, sobre todo para el príncipe, a quien muy pronto su afición por los animales de cría le hizo retirarse al palacio de la Quinta, muy cerca de El Pardo, donde ni él ni nadie molestaban. Alfonso se convirtió incluso en un apreciado taxidermista y donó al museo de Historia Natural varias perdices disecadas en sus clases en palacio.
A las cinco de la tarde, los relojes del alcázar daban la hora del té, aunque quien realmente degustaba la bebida británica era, claro estaba, la reina Victoria Eugenia; sus hijos, en cambio, solían ventilarse una irresistible ración de tarta, casi siempre de chocolate. Alfonso recordaba la tarde en que, a propósito de la tarta, sus hermanos Jaime y María Cristina, la más golosa de todos, se las ingeniaron para cogerla y llevársela a una vecina estancia, donde se la despacharon enterita.
Niños exploradores
Los domingos, después de Misa, el príncipe de Asturias y sus hermanos se apresuraban a vestirse de boy scouts, colocándose pañuelos rojos, verdes o amarillos en el cuello para distinguirse entre ellos. Subían a continuación a un autocar de palacio, donde habían preparado la comida y todos sus bártulos, prestos a comenzar su ansiada aventura semanal, a la que también se apuntaban su prima Isabel, hija del infante don Carlos, y sus otros primos Carlos, Luis Fernando y José de Baviera.
El ansiado juego comenzaba nada más llegar a la Zarzuela, donde debían montar las tiendas de campaña con la ayuda inestimable de sus preceptores Félix de Antelo o Mariano Capdepón, quienes se las ingeniaban también, dada su gran experiencia, para levantar en orden aquel maremágnum de varas y lonas, incluso cuando el viento dificultaba notablemente su misión. Sólo entonces los chicos iniciaban con entusiasmo sus servicios de guardias de exploración.

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