cultura
Opinión. La maldición de la momia
En el caso museístico, las últimas décadas han visto cómo las reclamaciones han pasado de ser consideradas poco más que histerismos étnico-folklóricos a ser escuchadas y atendidas
En 1763 se hizo un hallazgo fabuloso en una cueva hoy perdida del Barranco de Herques (Tenerife). Un recinto funerario guanche con cientos de momias cuidadosamente colocadas y envueltas en sudarios de piel. Sobresalió desde un primer momento «uno de estos cuerpos, el más perfeccionado que ni aún la punta de la nariz le faltaba [...], toda el aún entero, que ni una uña le falta, con todo su cabello negro» como indicase el tinerfeño José de Anchieta y Alarcón en una carta que acompañaba a esta momia, enviada poco después al regidor Francisco Javier Machado. Era el primer paso de su peregrinar madrileño, pues deambuló por diversas instituciones hasta su desembarco final en 2015 en el Museo Arqueológico Nacional. Esta extraordinaria momia guanche del siglo XII-XIII es noticia por la decisión del MAN de retirarla después de que los museos estatales adscritos a la Dirección General de Patrimonio Cultural y Bellas Artes del Ministerio de Cultura hayan decidido seguir el código deontológico del Consejo Internacional de Museos (ICOM). No será el único resto humano en retirarse, aunque en la «Carta de compromiso para el tratamiento ético de restos humanos» que expone los principios rectores a seguir en esta materia por estas instituciones se avale su exhibición cuando «resulte imprescindible para transmitir el conocimiento que se pretende mostrar, siempre que no exista otra alternativa en el discurso expositivo y estén correctamente documentados y contextualizados».
Lo cierto es que el ICOM no propone su completa retirada aunque explicite que «deben presentarse con sumo tacto y respetando los sentimientos de dignidad humana de todos los pueblos» y, aquí sí que es taxativo el código, sí debe hacerse si son reclamados por «las comunidades de las que proceden». Un respeto estrictamente seguido en el caso de los muertos judíos hallados en contextos arqueológicos en cumplimiento de la ley judía, que han de enterrarse de forma inmediata. En el caso museístico, las últimas décadas han visto cómo las reclamaciones han pasado de ser consideradas poco más que histerismos étnico-folklóricos a ser escuchadas y atendidas. Un caso paradigmático es el del «Negro de Banyoles», retirado de las vitrinas del Museo Darder hace 25 años para ser repatriado y enterrado en Botsuana. Echar una mirada atrás a la polémica que envolvió este caso sonroja por los argumentos, dignos del peor colonialismo, de quienes consideraban a este ser humano disecado su propiedad. En otros lugares del mundo se ha aceptado, aún con resistencias, como en EE UU, donde una ley de 1990 determina la devolución de los restos nativoamericanos a sus descendientes o, desde 2011, Australia. En el caso del Reino Unido, en 2004 se pusieron límites y mientras algunos museos se han mostrado estrictos, como el oxoniense Pitt Rivers, que retiró su colección de cabezas reducidas o tzantzas, en otros, como el British Museum, se han mantenido por sus beneficios a la hora de comprender las sociedades pasadas.
Sin embargo, ¿qué hacer con quienes donaron sus restos? Es el caso del filósofo Jeremy Bantham, cuyos restos disecados se pueden contemplar en el londinense University College desde 1850, de los cuerpos exhibidos en la exposición itinerante «Bodies: The Exhibition» o de Agustín Luengo, el gigante extremeño, que vendió su cuerpo en vida al Dr. Muñoz para que fuera exhibido en su Museo Antropológico, coincidiendo durante décadas con la momia guanche, hasta su retirada reciente conforme unos criterios similares a los argüidos hoy. Es un debate interesantísimo y serio que va más allá de las historias de ciencia ficción que acompañan a los restos antiguos. No estamos ante la maldición de la momia.