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Mujeres desconocidas

Santa Irene, poder y liderazgo femenino

La abadesa de Chrysovalantou fue un modelo de ascetismo y renuncia que, además de sus dones sobrenaturales, la convirtieron en un ejemplo social en el Imperio bizantino

Una antigua representación de Irene Chrysovalantou, conocida como Santa Irene La Razón

Corría el año 862 cuando la emperatriz Teodora (829-842), regente del Imperio Bizantino tras la muerte de su cónyuge Teófilo, anunció la búsqueda de esposa para su hijo Miguel, apenas un niño de doce años destinado a convertirse en el emperador Miguel III. Mensajeros imperiales recorrieron los confines del imperio romano de Occidente, buscando a una joven que combinara belleza, virtud y refinamiento. Encontraron a Irene. A sus diez años, Irene (probablemente hija de terratenientes de Capadocia) ataviada con lujosos vestidos, fue enviada junto a su familia a Constantinopla para presentarse ante Teodora.

Durante su trayecto recorrió las montañas de Bitinia, y visitó al famoso monje Ioannikios, quien al ver a la pequeña exclamó: «¡Bienvenida, Irene, sierva de Dios! ¡Apresúrate con alegría a la ciudad imperial! ¡El convento de Chrysovalantou necesita que pastorees a sus vírgenes!». Para su sorpresa, al llegar a Constantinopla descubrió que ya se había elegido esposa para el emperador. Lejos de desilusionarse, Irene interpretó estos acontecimientos como una señal divina: decidió convertirse en «esposa de Dios», y tal como había profetizado el monje, se dirigió a Chrysovalantou. Mientras tanto, logró que su hermana se casara con Bardas, hermano de la emperatriz Teodora.

Al ingresar a la abadía de Chrysovalantou, quedó impresionada por la serenidad que emanaba de sus muros. Irene se despojó de todas sus joyas, se rapó la cabeza y «renunció a todas sus preocupaciones mundanas». Su dieta era frugal: se alimentaba principalmente de pan y agua, ocasionalmente complementados con hierbas o verduras. Su hábito solo era reemplazado cada Pascua y únicamente lo lavaba para donarlo a los pobres durante la Cuaresma (tampoco lavaba su cuerpo, solo sus pensamientos). En su biografía, el ascetismo radical, sacrificio y martirio autoimpuesto son ensalzados recurrentemente para enaltecer su figura. En este sentido, su historia tenía el propósito de inspirar y educar a los feligreses, sobre todo cuando se convirtió en sucesora de la abadía. Aquella fue una época dorada para las instituciones monásticas bizantinas, donde pequeños conventos proliferaban bajo el patrocinio de familias nobles, reemplazando gradualmente a las grandes iglesias imperiales. Por ese motivo, las figuras femeninas monásticas de estos pequeños centros empezaron a convertirse en modelos de gracia y admiración, es decir, en santas que consiguieron elevarse a lo divino, recibiendo dones milagrosos. Lo más interesante de la vida de Irene es como sus dones sobrenaturales tienen elementos tradicionales (paganos) ya presentes en vidas de personajes de la Antigüedad, pero transmutados en clave cristiana. Un claro ejemplo es el ángel guardián resplandeciente que la acompañaba constantemente y la aconsejaba, similar al «daimon» de Sócrates o el dios de la filósofa Sosípatra. En otro episodio memorable, ayudó a una novicia víctima de un hechizo de amor, realizando un ritual que involucraba dos figuras que representaban a los amantes y debían ser quemados para deshacer el embrujo. Quizás el más espectacular de sus milagros ocurrió durante una vigilia nocturna. Irene oraba en el jardín sosteniendo unos pañuelos de lino blanco. Absorta en la oración, comenzó a elevarse hasta quedar suspendida a un metro del suelo. Los cipreses se inclinaron hasta tocar el suelo, como rindiéndole homenaje. Al terminar su oración, bendijo a los árboles, descendió y estos recuperaron su posición original. A la mañana siguiente, los pañuelos aparecieron colgados en la cima de aquellos altísimos cipreses.

Anécdotas fantásticas

Su influencia llegó incluso a la corte imperial cuando se apareció al emperador en sueños, intimidándolo con castigos divinos si condenaba a un pariente suyo injustamente acusado. El monarca, aterrado por la visión, obedeció sin cuestionar. Si esto no es suficiente, Irene predijo el día de su propia muerte con una semana de anticipación, permitiéndole prepararse y orar con sus hermanas. Lo más sorprendente es que ¡apareció en su propio funeral, radiante y transfigurada (como un fantasma), supervisando las ceremonias desde un rincón de la capilla! Peregrinación, quizá por sus milagros, pero seguramente por su carisma. Personas de todas las clases sociales acudían buscando su sabiduría. Algunos investigadores consideran que Santa Irene es una figura legendaria, argumentando que su biografía «La vida de Irene Chrysovalantou» contiene demasiadas anécdotas fantásticas. Lo verdaderamente importante es que Santa Irene es un ejemplo más del papel crucial que las mujeres santas jugaron en el Imperio Bizantino, ofreciendo un modelo alternativo de poder y liderazgo femenino a otros monasterios y a los creyentes, y mostrando fortaleza, determinación y sacrificio personal.