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Stalin: tras la purga, lágrimas con «Blancanieves»

En el verano de 1938, una historia derritió el corazón cogelado del dictador soviético en plena fiebre de purgas internas: una historia tierna que había estrenado un tal Walt Disney
Stalin: tras la purga, lágrimas con «Blancanieves»
A picture taken 22 January 2007 shows the lifesize wax statue of Soviet dictator Joseph Stalin at the Stalin's museum, best known as Stalin's Villa, in southern Russia's Black Sea resort of Sochi.NATALIA KOLESNIKOVAAFP
Jorge Vilches

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Acababa de ver «Blancanieves y los siete enanitos» en su sala privada, en la casa de té. En su residencia de Sochi, en Abjasia, frente a la costa del Mar Negro, Stalin podía ser él mismo, soltar su masculinidad tóxica. Había echado unas lagrimitas con la muerte de la joven, como Gruñón y Mudito. Tanta belleza y bondad destruidas por la envidia de una bruja, de una oligarca ociosa y explotadora. Demasiado patriarcado machirulo, burgués y cisgénero para el camarada Stalin. ¿Y eso de llamar «enanos» a personas con enanismo? «Ya está bien de estereotipos que discriminan a las personas por su físico», pensó el dictador soviético agarrándose el brazo izquierdo, afectado por miastenia y que apenas podía mover. Un coche le atropelló cuando tenía seis años. Las ruedas pasaron por encima de su cuerpo igual que su padre borracho cada noche.
Eso había ocurrido hacía mucho tiempo. Ahora atravesaba el jardín de su dacha escondida en el bosque abjasio. Había hecho construir esa casa de descanso a golpe de pico y pala, sin dinamita, por los desprendimientos. La residencia era modesta. Tan solo cinco dormitorios, seis baños, una casa de invitados con billar y una sala de cine. Ordenó que pintaran el edificio de verde para que no se viera desde el cielo, y las farolas no ascendían más de un metro para que no se viera la luz.

La cocina, lejos

Entró en la dacha. Antes se sonó la nariz en un pañuelo que tenía bordado la hoz y el martillo. No quería que el servicio doméstico viera que el Zar Rojo, el Padrecito de los Pueblos, el Lábaro del Proletariado, había llorado con una película de dibujos animados. El embajador le había conseguido el filme, y eso que lo habían estrenado en diciembre de 1937, hacía unos meses. Un tal Walt Disney había hecho una película a todo color, con canciones y animales casi humanos, como ese ratón Mickey que tanto gustaba al heredero de Lenin. Pero nadie podía saber que le gustaba el cine imperialista. Sorbió los moquillos sin piedad, como si fueran trotskistas, limpió su bigote comunista y se dirigió a la mesa para cenar.
Iósif Stalin fue un político, revolucionario y dictador soviético entre 1922 y 1953.
Iósif Stalin fue un político, revolucionario y dictador soviético entre 1922 y 1953.ArchivoArchivo
Ese verano de 1938 resultaba especialmente tranquilo. El servicio doméstico estaba compuesto por buenos camaradas comprometidos con la Revolución que antes trabajaban para los kulaks, esos odiosos campesinos aburguesados. Stalin carraspeó y se acarició la cara picada por la viruela. «Malditas marcas», pensó. Menos mal que los servicios fotográficos del Kremlin sabían eliminarlas de los retratos. Si podían quitar a Trotsky de una foto, cómo no iban a eliminar las imperfecciones de la piel. «¿Dónde me sentaré hoy?», pensó el dictador. Siempre había dicho que el mejor hábito era no tener hábitos. No era una frase de Paolo Coelho ni sacada del «El poder del ahora». Es que no quería ponérselo fácil a los asesinos. Por eso no viajaba en avión, cambiaba de cama durante la noche, y tenía un par de dobles y una cuadrilla de catadores de comida y bebida.
Stalin tomó asiento al azar. Presto, el servicio puso la mesa mientras un guardaespaldas apretaba un botón en la pared. Se trataba de un timbre para la cocina, que había hecho construir a un kilómetro. El mandamás no aguantaba los olores de la comida. La Gran Purga del año anterior comenzó por la manía de la mujer de Bujarin de cocinar en el salón donde se reunían con Zinoviev. Mira que se lo había advertido, pero no escucharon. El NKVD, el servicio secreto, le avisó de que Trotsky quería matarlo a base de guisos apestosos. Todos esos derechistas acabaron en el gulag por molestos y cocinillas.
Metió la punta de la servilleta bajo el cuello de la camisa y la extendió por el pecho. Un camarada sumiller llenó su vaso con un Château d’Yquem. Era un vino francés burgués, pero no pegaba uno georgiano, dulce, como un Khvanchkara o un Kindzmarauli, donde sacrificaron casi todas las vocales para satisfacer a Stalin. Tocaba satsivi, pollo con cebolla y nueces, su plato preferido.Un camarada enfermero dejó un plato en la mesa con una pastilla. Era la dosis diaria de litio para tratar su depresión y bipolaridad. Un trago y adentro. Suspiró. No se le iba de la cabeza esa escena de la tierna Blancanieves cantando en el bosque rodeada de animalitos. «No habréis cocinado con una manzana roja, ¿verdad?», dijo Stalin a los siete del servicio, que empequeñecieron como si fueran enanos.