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Adiós a García Márquez

Hojarasca de una literatura sin fronteras

Su forma de entender la novela se convirtió en modelo para un significativo grupo de escritores

TODO EL CLAN. Su familia, en Barranquilla el 26 de octubre de 1982, cuando le concedieron el Nobel
TODO EL CLAN. Su familia, en Barranquilla el 26 de octubre de 1982, cuando le concedieron el Nobellarazon

Una de las premisas en esa suerte de singular biblia de la crítica literaria que es «The Anxiety of Influence» del controvertido Harold Bloom tiene que ver con la capacidad dialogal de los escritores con sus predecesores o futuros colegas de pluma. El «Ulysses» de James Joyce representaría el más claro ejemplo de esa «ansiedad» por trascender las coordenadas temporales que asalta a los autores; lo que para él representó «Homero» representará el irlandés para el sureño de Faulkner en «The Sound and the Fury» –por citar tan sólo un ejemplo– «and so on...». La reciente –o no tan reciente– literatura en español no ha significado ni fuente de inspiración ni de ansiedad para los autores norteamericanos. Si acaso se pueden encontrar trazas de poetas como García Lorca, Cernuda o Alberti en algunos poemarios de autores norteamericanos todavía vivos. Incluso al hablar del «modernismo», el movimiento literario con el que definitivamente se internacionaliza la literatura, resulta necesario establecer la distinción entre el modernismo anglosajón de un Ezra Pound y el hispano de Rubén Darío.

Pero como en cualquier regla, también en ésta encontramos la excepción sempiterna. Gabriel García Márquez, el laureado premio nobel colombiano, ha sido modelo para un significativo grupo de autores norteamericanos. El realismo mágico fue un referente narrativo que resulta obvio en obras de autores tan significativos como John Barth o Tony Morrison. Paradójico resulta que fuera precisamente el posmodernista Barth, el mismo que mantuviera aquel encendido y enconado debate intelectual con Saul Bellow (si mal no recuerdo vino a decir algo así como «intentar construir hoy la catedral de Chartres sería, además de improcedente, estúpido») quien bebiera en los principios que caracterizan la obra de García Márquez. O tal vez no tan paradójico, pues esa recreación de la realidad que nos presenta Márquez a medio camino entre el testimonio y un revitalizado romanticismo es idéntica –similar, si resulto excesivamente dogmático– al universo posmodernista, donde los valores tradicionales se han distorsionado; donde las coordenadas tiempo y espacio –ahí tenemos a Thomas Pynchon, por ejemplo- adquieren una novedosa dimensión narrativa ajena a los tradicionales postulados decimonónicos que siguieron dominando la narrativa cuando menos hasta mediados del siglo XX; donde el antihéroe modernista que encarnara Leopold Bloom parece haber iniciado en autores más recientes como Paul Auster –estoy pensando en «In the Country of Last Things»– o Bret Easton Ellis – aunque tangencialmente distintos, incluso en ciertas particularidades opuestos, la esquizofrenia de Patrick Bates se plantea desde similares principios que la del otoñal patriarca Zacarías– una desenfrenada carrera hacia qué, tal vez hacia la nada, tal vez hacia su propia destrucción. Y en las coordenadas de ese atemporal diálogo del que hablara Harold Bloom situamos la «Crónica de una muerte anunciada» en relación con «The Floating Opera» (sí, anterior). En la primera el desenlace se conoce desde los primeros compases; en la segunda se nos anunciará cuál será el desenlace del inefable Todd Andrews, que ha decidido suicidarse porque la vida parece no tener ningún sentido... como tampoco el suicidio lo tendrá.

También resulta obvia la huella de García Márquez en la obra de Tony Morrison; pero en su caso la aproximación debe realizarse desde otro tipo de parámetros. La también premio Nobel afroamericana parece asumir, como buena parte de los autores étnicos (discúlpeme quien pueda sentirse ofendido por el calificativo, pero rehúyo utilizar el de «Hyphonated authors») que si su realidad es distinta también debe ser distinto el modelo narrativo. No transcurrió mucho tiempo entre la lectura de la saga de los Buendía en «Cien años de soledad» y la de «Lechero» en «The Song of Solomon» –continúo considerándola la mejor novela de Morrison– y las situaciones que planteaba, la cotidianeidad de los atípicos acontecimientos evocaban poderosísimamente, la distintiva visión marqueziana del mundo. Morrison, como Márquez, parece entender que el discurrir histórico es susceptible de ser interpretado y de modelarse como la plastilina de acuerdo a los distintos puntos de vista, en el mejor de los casos, o del interés de los más poderosos en la mayoría. De forma especial en «Beloved», pero también en «Jazz», observamos esa cualidad distintiva a la que me refería en el frase anterior en la que se rememoran personajes como José Arcadio y Úrsula.

Mención especial merece su influencia en autores norteamericanos de origen latino, junto a Juan Rulfo y Octavio Paz el referente tan asumido como admitido. Sus postulados son idénticos a los ya mencionados a propósito de Toni Morrison. He podido hablar en un buen número de ocasiones con Rudolfo «Rudy» Anaya –¿para cuándo la publicación en España de esa joya que es «Bless Me, Última»?– como también lo hice con Miguel Méndez, y en ambos casos el nombre de García Márquez es el del gran maestro que pareció marcar el camino. Antonio vive atrapado entre el mundo de la fantasía y la ensoñación de los Marez –por parte de padre– y la realidad y el pragmatismo de los Luna –por parte de madre–, y entre ambos mundos encontramos a Última, esa curandera que parece vivir en otra realidad, ni fantástica ni real, simplemente esa otra realidad indígena que resulta mucho más lógica para el joven Antonio en su debate existencial. También Alejandro Morales parece deber mucho a García Márquez, tanto en «Caras Viejas» y «Vino Nuevo» como en la posterior «The Rag Doll Plagues». En Morales la dimensión histórica que caracteriza especialmente sus últimas novelas parece surgir –surge, me atrevo a afirmar– de las mismas coordenadas que el proceso histórico en Márquez o Morrison. Para Alejando Morales la historia no es sólo desarrollo, evolución, o lógica concatenación de efectos derivados de una causa; también para él la historia responde a condicionantes no necesariamente lineales y mucho menos lógicos. Pero es sobre todo Ron Arias en «The Road to Tamazunchale» quien recrea con una precisión casi milimétrica el universo de García Márquez. La muerte vuelve a reflejarse como la única verdad infinita y absoluta, como bien sabía el maltratado coronel a quien nadie escribía. Ahora, en la interpretación de Arias, nos reencontramos de nuevo con el viaje sin sentido, o mejor dicho, sin esperanza. Tal vez sea ése el viaje del hombre posmoderno, para quien la única certeza es aquella que, como en las historias de Márquez, se autoniega a sí misma.