Río de Janeiro

Jaume Plensa: «La inutilidad del arte lo hace imprescindible»

Jaume Plensa.
Jaume Plensa.larazon

Llego tarde a la comida con Jaume Plensa tras la presentación de su libro para la editorial Ártika, que ha dejado fascinados a todos mis compañeros. No es raro; el primer libro del artista, «58», es una auténtica joya de la que sólo existen 998 ejemplares en numeración árabe y otros 200 en numeración romana realizados por el escultor español más internacional y premiado en una caja-escultura sobre dos cuerpos blancos, suaves y modelados, de 50 por 32 centímetros que, al abrirse, conforman la cara de Ana, una niña con los ojos cerrados, como casi todas las figuras plensianas. En la caja hay dos volúmenes, uno con las imágenes de las esculturas, además de reflexiones y poemas, y otro con la explicación del proceso creativo del artista catalán firmado por el profesor de Estética Rafael de Argullol. No es extraño que haya maravillado a cuantos lo han visto, pero casi más aún lo han hecho las palabras del escultor, empeñado en la necesidad de reivindicar la belleza interior de cada persona que, según dice, «es vital saber compartir». Por suerte, Plensa me ha tocado al lado, así que, aunque me he perdido su exposición previa, puedo disfrutar de la conversación pausada de este hombre tranquilo de mirada intensamente verde en la que cabe, cómo no, el sentido del humor.

Aquella cabeza en el agua

Uno de mis colegas le pregunta por la dimensión y el precio de «Crown Fountain» –quizá su obra más ambiciosa, ubicada en Chicago– y Plensa explica que, cuando le demandaron tras comprobar que el presupuesto era de 17 millones de dólares si podía hacerla más pequeña y menos costosa, respondió: «Si achicáis Chicago..». Acabado el almuerzo, en la charla para esta entrevista vuelve a salir esa obra, que tanto tiene que ver con el agua, tan presente en la escultura de un artista ¡que no sabe nadar...! «Ni siquiera floto –me confiesa–, sólo lo hice en el Mar Muerto. Allí nadé como un pez y me di cuenta de que mi madre no me había llevado al mar adecuado. Todos tenemos que encontrar nuestro mar adecuado. Muchas veces nos empeñamos en solucionar problemas que no existen porque igual no estamos en el lugar adecuado. Mi fascinación por el agua tal vez sea por la imposibilidad. Yo siempre he trabajado con opuestos, entonces el agua me fascina porque creo que es el gran espacio público, aunque no lo pueda utilizar nadando. Sí que lo logré en Río de Janeiro, cuando instalé aquella cabeza en el agua. Ésa era mi voluntad: definir el agua como el gran espacio público porque siempre está en movimiento y no te pertenece a ti ni a nadie». No debe ser fácil trabajar en esos grandes espacios públicos, fuera de museos y galerías, donde hay que formar parte de la cotidianeidad. «Para mí el arte siempre es público, esté en una galería o en la ciudad. Pero cuando trabajo en esos sitios hay una responsabilidad enorme porque seguramente la gente que los utiliza no me ha pedido la obra y yo estoy penetrando en su territorio privado, en su casa, en algo que ya existía antes de mi llegada. Entonces siempre intento, siendo yo, poder completar el paisaje de otro. Y debo tener cierta capacidad para ello, porque siguen encargándome piezas... Con los años, me doy cuenta de que esta pasión que tengo por penetrar en la sociedad, darle belleza o intentar que la belleza sea algo natural en su día a día, es una forma de implicarse uno en el otro. Mi mensaje y el de ellos. Mi alma y la suya. Es muy interesante. El momento en que más intensamente disfrutas del proyecto». Proyectos que son encargos... Y los encargos dentro del mundo de la creación no han tenido siempre la misma consideración. Me pregunto si también serán diferentes para el propio artista. «Cuando hago mis exposiciones personales en galerías o museos no tengo que dar ninguna explicación en principio a nadie, pero cuando es un encargo público, parece que sí la tengas que dar... Aunque, como te decía, es más una responsabilidad porque estás completando un paisaje que ya estaba empezado. Es como si acabaras un cuadro que ya existía con el último retoque. Es muy bonito, porque no es sólo la belleza de tu objeto, de tu obra, de tu pieza, sino que, con ella, haces que todo lo que la rodea sea más bello».

La trascendencia

Le digo que para quienes se acostumbran a esa belleza es triste que no todas las esculturas permanezcan en el mismo sitio para siempre... «Es como todo en la vida, ¿no? Yo lo he dicho muchas veces: mis exposiciones empiezan cuando se acaban. Yo le doy mucho valor a ese momento de la ausencia, tanto como al de la presencia, porque creo que es cuando la gente entiende el valor que tenían». Cuando se hacen obras tan grandes y a veces tan complicadas de ejecución los propios artistas se jactan de no tocarlas... ¿También Plensa? «¡Es que hay cosas que es imposible...! Chillida nunca hubiera podido doblar aquellos hierros y era un escultor extraordinario. La escultura a veces se nos escapa. Depende del tipo de obra. Giacometti con barro podía construir, pero eso no quiere decir que sea mejor que Cálder cuando hacía una gran pieza y se la construían. Depende de la idea que quieras conseguir. La manualidad en el arte no tiene más valor que éste». Ya que hablamos de valores, me pregunto cuál es el real del arte, no lo que cuesta, sino para lo que sirve. «Yo creo que el valor del arte es que no sirva para nada. Hay gente que lo malentiende cuando lo digo, pero me refiero a un sentido material, práctico o mercantil. Creo que la gran condición del arte es que su inutilidad lo hace imprescindible». Más allá de su utilidad está su permanencia. El artista se queda en él. Trasciende. Tal vez eso es lo que realmente busca... «Hombre, ahora me has hecho pensar. Faulkner decía :‘‘Me resisto a creer que sólo he venido a este mundo a resistir. Yo prefiero pensar que he venido a trascender’’. Esta idea de que te gustaría dejar algo para las generaciones futuras, este algo, no sé qué es... En todo caso, mientras intento hacerlo, me estoy divirtiendo muchísimo. El propio proceso es un placer y ya tengo suficiente».