Arte
Jeff Koons-Gagosian: la fábula infinita del espectáculo
El artista ha decidido regresar a la galería Gagosian, una alianza que muestra por dónde va el mercado del arte, que no obvia las señales de crisis
Hay retornos que, más que simples anécdotas del mercado, adquieren la forma de parábolas. Jeff Koons ha decidido regresar a la galería Gagosian tras un paréntesis de cuatro años en Pace, y con ello reactivar un relato que parecía haberse detenido en la memoria de los noventa. Koons y Gagosian forman un binomio que definió la euforia del capitalismo tardío en el ámbito artístico: allí se forjaron los grandes hitos de una carrera que convirtió al artista en emblema de la espectacularización absoluta de la obra de arte. No se trata solo de recordar exposiciones convertidas en auténticos rituales mediáticos –desde los «Celebration» hasta los «Balloon Dog»–, sino de constatar que la alianza Koons-Gagosian funcionó como labora-torio perfecto de un nuevo paradigma: el arte no ya como mercancía, sino como fetiche financiero. Basta evocar aquella subasta de «Balloon Dog (Orange)» en Christie’s en 2013, cuando alcanzó los 58,4 millones de dólares, situando a Koons como el artista vivo más caro de la historia. La cifra no fue un mero récord; sino la certificación de que la escultura podía mutar en derivado bursátil, con la galería como agente estructural de dicha alquimia.
El regreso, sin embargo, debe leerse en un contexto diferente. Gagosian, antaño símbolo incontestable del poder de las mega-galerías, ya no ostenta el monopolio de la influencia. La figura de Rudolf Zwirner, y la consolidación de su red transnacional, han desplazado en gran medida la hegemonía que Larry Gagosian ejerció durante décadas. Lo que antes era un imperio hoy es, en el mejor de los casos, una república disputada. Y precisamente en esa pugna, Koons reaparece como pieza estratégica: su retorno no se mide en términos de innovación estética –su repertorio está ya canonizado y agotado–, sino en capacidad de generar un aura mediática que ninguna otra firma puede garantizar.
La pregunta crucial es por qué Koons se mueve en este instante, cuando el mercado atraviesa una recesión que afecta incluso a los nombres más consagrados. La inflación de precios, la saturación de ferias y el agotamiento del coleccionismo especulativo han creado un escenario de retracción generalizada. Frente a esa coyuntura, la estrategia de Koons parece clara: refugiarse en el paraguas de quien mejor sabe transformar la incertidumbre en relato de poder. Volver a Gagosian equivale a reinstalarse en la maquinaria simbólica que hizo posible que sus obras fuesen percibidas como índices del éxito económico global. Si algo caracteriza a Koons es su capacidad para metabolizar la lógica del capital como parte intrínseca de su práctica artística. Su obra no se limita a representar lo kitsch o lo banal: los convierte en gramática natural del mercado. Y del mismo modo que su célebre conejo de acero inoxidable se erige en icono vacío y resplandeciente, su regreso a Gagosian es una operación especular: ambos se necesitan para seguir afirmando, en medio del repliegue general, que la espectacularidad aún puede imponerse sobre la fatiga. No hay que esperar de esta alianza sorpresas formales, sino la reactivación de un dispositivo de legitimación que insiste en que el arte contemporáneo es, sobre todo, un teatro de operaciones financieras. Koons regresa al lugar donde mejor se entiende su fábula: la del artista que supo encarnar la ilusión –ya marchita– de que el mercado podía ser sublime.