Kubrick, el niñato "fotero"que se pateó Nueva York
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Sabíamos que Stanley Kubrick puso en pie una de las filmografías esenciales en la historia del cine. Habrá quien prefiera sus incursiones en el «noir», como «La jungla de asfalto», sus dramas históricos, como «Espartaco», y quien elija la estilización visual de «2001» o la fábula teatralizada y distópica de «La naranja mecánica». Kubrick, tocado por un talento arrollador, fruto de la preparación concienzuda y la sensibilidad más afilada, incluso elevó el cine teóricamente de género, despreciado por los miopes, a alturas inconcebibles, como en el caso de «El resplandor». Su ambición le llevó a pedirle a la NASA que le fabricase unas lentes para «Barry Lyndon». Si algo une y hermana un canon tan especial, personalísimo e intransferible es, antes que nada, su capacidad visual. Su celestial don para pensar con el ojo, siempre leal a las cartografías trazadas antes por pioneros y gigantes como Griffith, Eisenstein, Ford y Hitchcock. Tenía muy claro que el cine, por literario que resulte, es sobre todo la puesta en movimiento de una serie de imágenes. Para recordarlo viene bien acercarse estos días al centro cultural Skirball, en Los Ángeles. Allí puede disfrutarse de «Through a different lens: Stanley Kubrick Photographs», una extraordinaria exposición centrada en, sí, las fotografías del director. Que no son, en absoluto, trabajos de madurez. Tampoco frutos de una polifacética sensibilidad derrochada en distintos campos. Lo del «Skirball» son más bien trabajos alimenticios. Previos a que desembarcara en Hollywood. La mayoría de las imágenes fueron concebidas para ser publicadas en la revista «Look». La primera de ellas data de 1945, cuando Kubrick apenas sí tenía 18 años. El centro de atención es la ciudad en la que nació, Nueva York. El joven fotorreportero recorre sus calles y sus bares, pasea por las gradas de los estadios, retrata las estaciones, los baños públicos, los clubs, las aceras, y de todas partes sale con instantáneas muy punzantes de seres humanos perdidos en sí mismos y encontrados en la gran riada del Bronx y Manhattan. Son fotografías dopadas de cotidianeidad y estilo. Capaces de ensartar todo el misterio en el mismo encuadre donde palpita el mundo. Sin edulcorantes. Sofisticadas y al mismo tiempo apegadas a lo común. A lo ordinario y sencillo. Odas elementales de un poeta en prosa que desde muy joven distingue lo meramente ornamental, superfluo, lujoso en el peor sentido, del pálpito, de lo que importa. Como explican en el catálogo de la propia exposición, Kubrick sentó en esos años y en esa etapa las bases de su trabajo posterior. Aprendió, «a través de la lente de la cámara, a ser un agudo observador de las interacciones humanas y a contar historias a través de imágenes en secuencias dinámicas». Nada menos.