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La Chana, bailar y no pensar

Una película y un libro celebran la vida de una bailaora única que vio truncada su carrera por un marido maltratador. Esta biografía es un blues caló, un taranto de ley gitana y un poco de justicia divina
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Una película y un libro celebran la vida de una bailaora única que vio truncada su carrera por un marido maltratador. Esta biografía es un blues caló, un taranto de ley gitana y un poco de justicia divina.
Viene de otro tiempo pero es más correcto decir que de otro espacio. O dimensión. Antonia Santiago Amador, La Chana (Barcelona, 1946), marcó una época, pero en lo más prometedor de su carrera dejó de bailar. Se cruzó en su vida un mal hombre. Pueden verla en todo su esplendor en el documental «La Chana» (2016, Lucija Stojevic), donde se recogen increíbles grabaciones televisivas, y pueden leer de su genio en «La Chana. Bailaora» (Capitán Swing), que aparece ahora editado. Antonia es una mística. En la mañana que se hace esta entrevista ha bendecido a un periodista de la agencia Efe. Piensen en Chavela Vargas, con pantuflas y batín, con el pie en alto y predicando conforme la iglesia evangelista. Pero piensen sobre todo en una mujer profundamente herida, una gitana rubia y bajita que entra en trance todavía empezando por los pies antes que los tímpanos. Se ha levantado de la siesta y pide el pintalabios.
En casa de La Chana nadie bailaba flamenco. Por supuesto que no había televisión. Pero en las fiestas de rumba hasta las tantas, la pequeña, con siete años, movía las faldas y se llevaba ovaciones y calderilla. Pero la rumba dejó de gustarle cuando una noche escuchó por la radio una seguiriya de verdad. Soñó toda la noche con ella y aprendió el compás flemenco sola, sin ayuda de nadie. Bailaba sobre ladrillos en alpargatas, a escondidas, moviendo los pies a una velocidad inconcebible. Pero en su familia «ninguna artista podía ser una mujer honrada». La Chana fue a la escuela tres semanas porque lo quiso su abuela, pero se cansó de pelear con las niñas que la llamaban «¡gitana, gitana, gitana!». Empezó a trabajar a los 11 y cuando la Coca-cola llegó a España, bailaba en el descanso de los obreros de las fábricas para comprarse una. Hasta que su tío Chano la vio y a escondidas de sus padres la llevó a una audición profesional. Como sus padres no estaban de acuerdo en que trabajase, inició una huelga de hambre. Accedieron. Con 14 años ganaba 200 pesetas cada día que bailaba, una fortuna.
Su fuerza en el escenario era descomunal y la velocidad de sus pies desafiaba los límites fisiológicos. Cuando con apenas 15 fue contratada en Los Tarantos de Barcelona bailó por tangos su primera noche y los músicos enmudecieron. No sabían qué hacer. La Chana no paraba con su tacatacatá y hacía unos cierres en seco impresionantes. Nadie había visto cosa igual. «Los palmeros y guitarristas no llegaban, y yo me quedaba sola», cuenta. Las bailaoras profesionales pronto vieron el peligro: «Yo detrás de La Chana no salgo». Así que terminó siendo la estrella sin ser mayor de edad. Allí la contrató Peter Sellers para la película «El magnífico bobo» y pudo haber hecho carrera en Hollywood, pero la familia –más bien los celos patológicos de un hombre– fueron primero. La Chana improvisaba siempre. Jamás conocía la música que iban a interpretar cada noche. «Cuando te quitas todo lo que no vale y te encierras en el escenario y das la verdad blanca llegas a un espacio en el que todo es muy rápido. Y noto que sale una ola de mí y llego al colmo. Y en ese silencio mágico no vale la pena abrir los ojos. Por eso, cuando termino de bailar, no me importa que me aplaudan, ni saludo ni nada, ni me sonrío», asegura con los ojos encendidos. Nunca piensa. «No. Yo siempre siempre he improvisado. Desde pequeña, cuando bailo me encierro en un sitio oscuro y no quiero saber nada. Como mi alma ha sido sincera aunque tenga mis faltas, voy a ese lugar donde la velocidad es infinita. (Tabletea en la mesa con los nudillos). Ese lugar es sublime, está todo, y lo difícil es llegar allí para traerlo aquí». Llegó a dar tres vueltas al mundo, pero desde que tenía 17 años nunca fue feliz. Por uno de esos sucesos lorquianos de la España de posguerra, una noche compartió habitación con un hombre en camas separadas. Sin embargo, para la ley gitana, ya se tenían que casar. Ese hombre la maltrató durante 18 años. «Era posesivo, mentiroso, despiadado y violento. Pero en esos tiempos un hombre podía matar a su mujer», comenta un desgarrador testimonio. Avaro cruel, se quedó cada peseta que ganó la bailaora. «Me llevó a Santander y no sé cómo no inundé la ciudad de tanto como lloré. Pero he resistido y he vencido. ¡Con el bien! –exclama–. Perdonando. El Omnipotente me ha puesto en el lugar que debía. Aunque yo no he buscado nada».
El contrato mayor
La Chana encontró en la iglesia evangelista su tabla de salvación y para ella nada más importa que Jesucristo. «Estoy convencida totalmente de que tenemos un Dios y el lo sabe todo. A él no se la da nadie». Ha hecho justicia con esta mujer. «No lo sé. Me retiré por los demás para que todo estuviera tranquilo y él me paga a esta edad lo que él quiera. Esta mañana un muchacho periodista ha aceptado al señor Jesús con su boca», anuncia orgullosa, y volverá al tema en otras ocasiones. «El método con el que estoy ahora bailando es para hablar de Él. El contrato más grande que he hecho en mi vida es conocerle. Porque no temo a nada, me atrevo con mi edad a ponerme a bailar en un teatro lleno y grande porque su presencia me da la fuerza, no voy con la mía. Ya no me importan el libro ni la película ni ser importante ni nada de eso porque no me sirve. Pero se que a mucha gente le hace falta escuchar la verdad del cuento».
Dice que de alguna cosa se arrepiente. «De no haberlo hecho mejor. Todos tenemos faltas y yo la primera. Trato de mejorarme cada día. Me arrepiento de cosas, pero no me acuerdo. De hacer mal queriendo, no». Y también que nada desea. «Yo no soy importante. La gente se cree que bailo muy bien. Sé que tengo mucha velocidad y mucha fuerza. Pero yo bailo bien cuando me paro».

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