La pedicura de Napoleón
Hasta 201.700 francos anuales le costaban a las arcas públicas los caprichos médicos del emperador: dentistas, cirujanos, farmacéuticos, pedicuros...
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Hasta 201.700 francos anuales le costaban a las arcas públicas los caprichos médicos del emperador: dentistas, cirujanos, farmacéuticos, pedicuros...
Los archivos encierran aún, siglos después, sorpresas morrocotudas. ¿Sabe alguien acaso hoy que Napoleón Bonaparte, terror de los monarcas, árbitro de los tronos, dueño de las naciones, el mayor genio militar de su tiempo, que llevó sus ejércitos desde Cádiz a Moscú, y desde Holanda a Egipto, se hacía nada menos que la pedicura con regularidad? Indagando en los archivos inexplorados de la Historia, el doctor Luis Comenge halló a finales del siglo XIX un valioso legajo que así lo acredita. Por paradójico que resulte, pese a no creer en la medicina, Napoleón se rodeó de una cohorte de galenos y no escatimó gasto alguno en estos menesteres hasta su misma muerte.
Durante su apogeo, antes de hundirse en el ocaso del sol de Waterloo, el emperador gastaba en médicos, farmacéuticos, dentistas y pedicuros una auténtica fortuna para la época: 201.700 francos anuales para ser exactos. Además de sus médicos de cabecera Corvisart y Hallé, a quienes remuneraba con 34.500 y 15.000, respectivamente, hacía lo propio con los encargados de la Enfermería Imperial: Lanfrancque, Guillouneau, Lerminier y Bayse. Su cirujano primero Boyer percibía 15.000 francos y el segundo, Yvan, que curó a Napoleón cuando resultó herido en Ratisbona en 1809, cobraba otros 12.000 cada año. Por no hablar de Dubois, a quien la asistencia en el parto a la emperatriz Josefina le valió una recompensa excepcional de 100.000 francos y el título de barón.
Gasto imperial
Y no acababa ahí la cosa: el dentista le salía al gran Corso por 6.000 francos anuales, y por otros 2.400 el pedicuro. Finalmente, los siete farmacéuticos se repartían 23.000 más. Además de estas cantidades, se libraban otras no menos importantes a los cirujanos, consultores y encargados de la Enfermería Imperial, las cuales, una vez sumadas, arrojan el saldo total de la factura médica del emperador.
Todo ese personal médico y esteticista cuidaba de un hombre que no era tan bajito como muchos piensan todavía: su estatura era de cinco pies y dos pulgadas, según la medición francesa, que en el sistema métrico decimal equivalen a 1,69 metros. Hagamos un rápido boceto de su aspecto físico: Napoleón tenía el vientre abultado, cabello negro, ojos grises, cuello corto, ancho de hombros, de amplio tórax, proporcionados miembros, manos delicadas, blanca dentadura y tez pálida. Al final de su vida, encadenado a la volcánica roca de la isla de Santa Elena, la máquina de su organismo se deterioró poco a poco sin remedio. Distante de la patria, apartado para siempre de su hijo, madre y hermanos, separado de sus admiradores y de las pompas propias de su alta jerarquía, la transición no pudo ser más brusca ni la caída más tremenda.
Hasta entonces, exceptuando una erupción cutánea que su médico Corvisart le curó en su momento, gozó siempre de buena salud. Su organismo no se alteró ni con las nieblas y lluvias de Alemania, el frío intenso de Rusia, los calores de España, la abrasadora atmósfera del desierto, ni tampoco con las inclemencias y fatigas de sus numerosas campañas.
Lento fue su pulso y, durante muchos años, le molestaron la astricción de vientre y la dificultad en la micción. El 15 de octubre de 1815 llegó Napoleón a la isla donde habría de morir. A últimos de septiembre de 1817, tras algunas indisposiciones como cefaleas, catarros y reumatismos, comenzó a sufrir los síntomas que alertaron a su médico irlandés O’Meara: fiebre, dolor en la nuca y en el hombro derecho, tumefacción en el hipocondrio...
Baños y friegas
El paciente aguantó con estoicismo la administración de purgantes, baños calientes, enemas, friegas en las piernas y dieta vegetariana. Pero desde principios de 1821, el último año de su existencia, el insigne exiliado se precipitó al abismo de la muerte, precedida de hipo, frío en las extremidades, angustia suprema, intranquilidad creciente, vómitos negruzcos, pulso intermitente y acelerado, convulsiones y estremecimientos musculares, delirio, respiración jadeante, sudores fríos y rostro descompuesto. Los síntomas evidentes del obligado cortejo de la muerte.
Tras la autopsia practicada al cadáver por el último médico, Francesco Antommarchi, en presencia de otros ocho doctores, se comprobó con claridad que la causa del deceso fue en realidad un cáncer de estómago, el mismo que llevó a la tumba también al padre del emperador. Napoleón no falleció, pues, como consecuencia de la frecuente hepatitis existente en Santa Elena, como se pensó antes de efectuarse la necropsia, sino por el estómago atacado por el carcinoma. Dicen, aun así, que hasta el final de sus días no dejó de someterse a la pedicura...