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La tercera muerte de Clark Gable

Hay muchachos que no aguantan el tirón de la popularidad, la rayada de que la peña te señale en los baretos por los éxitos que logró tu abuelo y que las «groupies» todavía te pidan que firmes las dedicatorias como Rhett Butler
larazon

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Hay muchachos que no aguantan el tirón de la popularidad, la rayada de que la peña te señale en los baretos por los éxitos que logró tu abuelo y que las «groupies» todavía te pidan que firmes las dedicatorias como Rhett Butler.
Hay muchachos que no aguantan el tirón de la popularidad, la rayada de que la peña te señale en los baretos por los éxitos que logró tu abuelo y que las «groupies» todavía te pidan que firmes las dedicatorias como Rhett Butler. Andy Warhol definitivamente se equivocó. La fama no dura quince minutos; la fama se hereda, igual que los apellidos, los ojos azules o cierta ondulación del pelo. De Clarke Gable III se dice que jamás terminó de ver «Lo que el viento se llevó». Comentaban que le resultaba extraño descubrir que su sonrisa había nacido sesenta años antes que él. Su rostro inmaculadamente afeitado delata su profundo temor a despertarse un día con bigote.
Cada uno viaja con sus propias pesadillas. Como eso de no saber si estás ahí, rompiendo audiencias televisivas, porque eres un buen presentador o porque las ancianas creen que se han reencontrado con el galán que les hizo temblar las piernas durante la adolescencia. Pero esta vez en pantalla pequeña y en color. Es lo que tiene el progreso, que colorea a los fantasmas. Hay existencias que son como resacas de la vida de otros, como sufrir la jaqueca por las copas que se ha tomado tu compañero de piso. Algo casi inverosímil. Es posible que Clark Gable III no supiera ni montar a caballo ni que jugara al póquer en casas de mala reputación (de lenocinio se las llamaba antes), ni que jamás haya tenido la oportunidad de huir en carromato a través de una ciudad incendiada. Y siempre debió pensar lo magnífico que tenía que ser todo eso, con los caballos relinchando y los decorados de tu alrededor convirtiéndose en humo y pavesas. Con esa épica a tus espaldas tiene que ser duro vivir.
Sobre todo en una ciudad donde las alfombras son ignífugas y en los hoteles hay extintores en cada esquina. Es que así no hay forma... Para meter distancia se tatuó un brazo, desde la muñeca hasta hombro, y en vez de vestir levitas elegantes gastaba camisetas de tirantes, probablemente de marca. Intentó convertirse en un canalla de libro, en un malote, en un colega infame, en un macarra de gimnasio, en alguien despreciable, hasta es probable que colocara fotos de Tom Hardy en el espejo del cuarto de baño, a ver si se le pegaba algo del paquebote ese. Pero era inútil, siempre le salía el caballero que llevaba por dentro. En tu interior sabes que algo va mal cuando le sueltas «muchas gracias, muy amable» al camello con el que trapicheas las papelinas. Porque este es el atajo que tomó. La puerta de salida del callejón sin salida.
El jaco, o lo que fuera, qué más da, al menos ha tenido una deferencia con él y ha abandonado su cadáver a las puertas de los Oscar, esa antesala de la inmortalidad. Puede que, al final del todo, tenga un golpe de suerte y en el último minuto, alguien recuerde su nombre sobre el escenario. Puede, incluso, que sea antes de que los chicos de realización den paso a la publicidad. Y es que a veces el destino se revela como un monstruo con corazón.

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