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Las huellas del Prado

Algunos cuadros de la pinacoteca guardan un secreto: la marca dactilar de los pintores que los ejecutaron, como sucede con Velázquez, Tiziano o Van Dyck
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Existe un término italiano que cobró especial significación durante el Quattrocento y el Cinquecento y que reflejaba con idónea exactitud la disputa que se desencadenó durante este periodo de la historia del arte: «Paragone».
Existe un término italiano que cobró especial significación durante el Quattrocento y el Cinquecento y que reflejaba con idónea exactitud la disputa que se desencadenó durante este periodo de la historia del arte: «Paragone». Con esta palabra, «competición», se aludía a la polémica por definir cuál era la primera entre todas las grandes artes (pintura, escultura y arquitectura), debate que enfrentó a más de un artista durante el Renacimiento. Los escultores afirmaban que Dios había sido el primer orfebre al modelar al hombre con barro, que su disciplina abarcaba más dificultades que la pintura, que precisaba trabajar más materiales y que, por su propia naturaleza, las figuras que creaban eran mucho más duraderas que las de un lienzo. Aducían, también, que ofrecía una visión más exacta y completa (es tridimensional) y que, en definitiva, las estatuas resultaban más auténticas que las de una tela porque «imita a la forma verdadera», según las palabras de Vasari.
Los pintores, en cambio, aseguraban que ellos habían creado el relato histórico, que para abordar un cuadro se debía manejar con habilidad el complicado recurso del escorzo, que la versatilidad de la pintura precisaba que el artista supiera dibujar sobre cualquier superficie y que para desarrollar una obra se requería mucho más estudio y más sabiduría que para tallar una escultura. Añadían que reproducía la realidad con una mayor exactitud (debido a la perspectiva y la profundidad) y que no necesitaba de ningún esfuerzo físico (muy mal visto por entonces): su arte era, por tanto, un arte intelectual.
Este punto resultaba crucial, porque el escultor, a diferencia del pintor, se ensucia las manos con su tarea. Un aspecto, este último, nada menor en esos años y sobre el que los pintores tenían razón, pero solo durante unas centurias. La pintura flamenca había desarrollado una técnica, tanto en la preparación como en la ejecución de las tablas, que permitía a los pintores no tocar la superficie. La prueba es que ni en la capa pictórica ni en las radiografías de estas obras jamás se han encontrado huellas dactilares. Pero esto cambiaría.
En la Edad Media estas piezas se pintaban ya con marco montado, pero más adelante, los artistas procederían a abordar la ejecución sin él. Y este es el momento en que comienzan aparecer las primeras huellas dáctilares de artistas en la historia de la pintura. «La bella Principessa» se atribuyó a Leonardo da Vinci en 2009 gracias a la marca que había quedado de uno de sus dedos (lo que no está exento de ironía, porque el genio Florentino fue uno creadores que defendería con mayor énfasis la supremacía de la pintura sobre la escultura).
La razón de este cambio es que las imprimaciones se realizaban cuando todavía no se había instalado el marco. Los ayudantes, al acabar de realizar esta labor inicial, cogían el lienzo y lo ponían a secar en un caballete. Al agarrarlo, la marca de sus dedos quedaba en los bordes. Las radiografías han revelado muchas de ellas en las piezas de Rubens y esto ha ayudado a los investigadores a deducir el número de ayudantes que trabajaban para él (de su taller salían encargos con su firma, incluso cuando él estaba de viaje). En la colección del Prado, que ahora cumple su bicentenario, se pueden encontrar precisamente varias de estas huellas dactilares. De hecho, en la pinacoteca madrileña hay un caso excepcional, que, probablemente, no tiene nada de casual: el «Autorretrato» de Durero. Este artista –el primero en incluir un anagrama (diseñado con las iniciales de su nombre y su apellido) en sus grabados para evitar que le plagiaran– dejó una impresión dactilar de uno de sus dedos y parte de una de sus palmas en una parte nada casual del óleo: las manos, como si él mismo fuera consciente de que los surcos de la piel identificaran a un hombre y, por tanto, casi equivalieran a su firma.
Rubens y Jordaens
Laura Alba Carcelén, del gabinete de documentación Técnica del Área de Restauración del Museo del Prado, comenta que es frecuente reconocer huellas dactilares en trabajos de artistas presentes en la pinacoteca como Rubens, Van Dyck o Jordaens, aunque muchas no puedan identificarse con las de los pintores. Según ella, éstas comienzan a aparecer con frecuencia a partir del siglo XVI y XVII, algo que revelan las radiografías. Esto se debe a la mecánica de los talleres. La documentación también aporta interesantes detalles. Conocemos, gracias a Palma el Viejo, que Tiziano, al final de su vida, recurría a sus dedos para pintar. Un detalle del que ha quedado constancia en su «Ecce Homo» sobre pizarra, cuyo pecho modeló él mismo con la mano para dar un mayor realismo a esta parte de la anatomía.
Para Jaime García-Máiquez, investigador del Museo del Prado, esto tiene sentido porque es algo casi instintivo, natural. «Cuando llegué, Carmen Garrido, el anterior jefe en el departamento, ya me habló de la huella de Velázquez que hay en el “Cristo Crucificado”. Es lógico. Ellos recurrían a las manos para fundir los colores, para conseguir mejores texturas, pero más allá de los aspectos técnicos, lo que ahora uno aprecia, al observarlas, es una extraña sensación de cercanía. Hay algo eterno en esta manera de entrelazar la creación con algo físico, que puedes tocar. Algo de esto hay cada vez que un restaurador o un investigador encuentra la huella dactilar de un pintor, más allá, por supuesto, de las conclusiones técnicas». García-Máiquez insiste en los «matices» y deducciones que se extraen cuando se halla una. «Si están en las capas que corresponden a la preparación de un lienzo, no es más que anecdótico. Pero también están aquellas huellas que han pasado del mero azar a algo más preciso, que es cuando el pintor ha querido modelar él mismo la figura prescindiendo de los pinceles». Para él, «la imagen fotográfica de los cuadros están alcanzando hoy en día una capacidad de resolución tan alta que permite estudiar una obra con una alta precisión y esto, en el futuro, seguramente sacará a la luz más huellas. El Greco limpiaba los pinceles en el perímetro del cuadro. Velázquez lo hacía al lado de las cabezas de las figuras que estaba haciendo. Ahora estos datos se tienen en cuenta para identificar un óleo y determinar si pertenece a ellos o no. Esto no lo hacía Zurbarán, lo hacían Velázquez y El Greco. Con las huellas pasa igual. Puede que más adelante sean importantes».
Lorenzo Lotto, al que El Prado ha dedicado una exposición recientemente y de quien conserva una obra, «Micer Marsilio Cassotti y su esposa faustina», es conocido por recurrir a los dedos para conseguir mejores efectos pictóricos y obtener unos resultados más realistas y eficientes. Y Velázquez también dejó su impronta en dos de sus obras –«La adoración de los pastores» y «Cristo crucificado»–.
Lucía Martínez, restauradora del Museo del Prado, comenta otro aspecto que conviene tener en cuenta: la modernidad hace que cada vez sea más usual encontrar huellas dactilares, como sucede con Carlos de Haes, del que también hay varios ejemplos en la colección madrileña. Esto tiene también una explicación lógica. Los artistas van, paulatinamente, abandonando el enclaustramiento del estudio y salen al aire libre para encontrar inspiración en el paisaje y captar mejor la luz natural. Esto exige que los artistas transporten los lienzos, que los manejen y se desenvuelvan con ellos sin tanta aprensión, agarrándolos directamente. En ocasiones, sin esperar a que la pintura se haya secado convenientemente, ya que intentan hacer cuadros rápidos, que reflejan el instante inmediato de lo que perciben, cogen un lienzo y guardan el que acaban de pintar sin tener tanto cuidado. Por ese motivo es habitual encontrar rastros de sus dedos en periodos más recientes, como sucede en un cuadro de Sorolla, que conserva las cinco huellas dactilares de una de sus manos. «Debió sobrevenir un golpe de viento y, para evitar que cayera al suelo, ya que las telas son como velas, debió sujetar el lienzo con los dedos y sus marcas quedaron ahí fijadas».
Ana González Mozo, del gabinete de documentación Técnica del Área de Restauración del Museo del Prado, comenta que Bellini, aparte de Lorenzo Lotto, también utilizaba las manos. Los artistas, según reflexiona, acudían a lo manual, dejando aparte los pinceles, para, por ejemplo, matizar sombras. «En Bellini es un recurso pictórico. Probablemente en algunos pintores es algo instintivo. Lo que sobrecoge –añade– es ver las huellas de Miguel Ángel es unos moldes de arcilla que él trabajó y que todavía hoy se conservan. El problema –sigue– es que con la pintura debemos ser cautos porque en ocasiones se pueden confundir con el rastro que dejan los pinceles». Para Ana González Mozo la interacción de un pintor con la obra dice mucho del creador, del artista que, en un momento, deja las herramientas de lado para perfeccionar la obra con algo tan instintivo y primitivo como las manos.