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Lepanto: la llave para encontrar a Cervantes

Lepanto: la llave para encontrar a Cervantes
Lepanto: la llave para encontrar a Cervanteslarazon

Así fue la batalla que marcó de por vida al escritor. Ahora, ese «brazo izquierdo con lesiones» puede ser la clave que revele su identidad en la búsqueda en las Trinitarias.

Fue el 7 de octubre de 1571. El brutal combate naval, que sólo duró unas horas de la tarde de aquel día, era un punto y seguido de una larga, excesivamente larga, cadena de enfrentamientos por el control del oriente cristiano. Todo habría empezado aun antes de 1453. Sin embargo, desde esa triste fecha en adelante hubo sucesos que crearon mitos. En 1526, en la batalla de Mohacs, el rey de Bohemia y Hungría, Luis I, murió. Ese fallecimiento sacudió a la Cristiandad entera: su viuda –María– era la hermana de Carlos V, que se fue a vivir a Flandes. Pero, como consecuencia de ello, cayó Buda y el camino hacia Viena quedó casi expedito (sitios de 1529 y de 1683 y escaramuzas en 1532). Por tanto, no es de extrañar que en 1535 se lanzase una gran campaña sobre Túnez logrando un rotundo triunfo, ensombrecido por el fiasco de Argel (1541) y así sucesivamente. Los dos imperios antagónicos, en lucha por el dominio del Mediterráneo. Es fácil imaginar que cualquier cristiano de entonces (del sur, digo) que mirara al Levante sentiría miedos, frustraciones, inseguridades. Había libros que narraban cómo eran de crueles y, por ende, cómo había que hacerles la guerra o precaverse contra ellos. Las imprentas italianas y españolas, sobre todo, pero no sólo, lanzaban una y otra vez libros de exaltación cultural.

Tambores de guerra

El ambiente estaba muy caldeado. Empezaron a sonar los repiques de las cajas y tambores de guerra y el joven Miguel de Cervantes, que no se sabe bien por qué estaba en Roma en aquellas fechas de alrededor de 1570, a sus 23 años, decidió enrolarse en los tercios para ir a la batalla. Le llamaban «las banderas de don Juan de Austria». Acaso también los ecos de la recién sofocada segunda sublevación de los moriscos en las Alpujarras por el hermano del rey, y sobre todo la reciente caída de Chipre (1569) en manos otomanas. A raíz de ello, en mayo de 1571 se constituyó la Liga Santa a instancias de Pío V. La firmaron los venecianos y Felipe II, y se tenía previsto una duración de doce años de los acuerdos pactados. De momento, se decide librar combate contra el Turco. Discuten posibilidades y estrategias y se impone el criterio de don Álvaro de Bazán: librar combate en el mar y hostigar después las posiciones de tierra. Ahora bien, ni se acudirá al socorro de Chipre, ni al de las islas perdidas por Venecia. Desde Barcelona, don Juan se hizo a la mar con 47 galeras. Iba rumbo a Génova, al encuentro de Andrea Doria. Reunidas las dos escuadras, se dirigieron a Nápoles y Mesina. En Mesina se les unió Marco Antonio Colonna con las naves del Papa y Sebastián Veniero con las del Dogo. Se habían congregado 200 galeras más 80 barcos de otra factura para el transporte de lo necesario.

Por su parte, a las órdenes de Selim había 300 galeras en algún punto del Mediterráneo. Su almirante, Alí, estaba en Coranto determinado a salir a la búsqueda de la flota cristiana, porque aunque no se pudieran ver, sí que el Mediterráneo era un hervidero de noticias de un punto a otro, transportadas por pescadores, mercaderes y otros. Las investigaciones realizadas sobre el combate han afinado el número de barcos de ambos bandos: a don Juan de Austria obedecían 188 galeras, 6 galeazas, 25 naves grandes y 40 fragatas. A Alí, por su lado, un número considerablemente mayor de barcos, que, además, en su mayoría venían de tomar Chipre, esto es, traían el entrenamiento necesario en 220 galeras, 13 galeotas y 90 fustas.

Andrea Doria ha ordenado aserrar los espolones de sus galeras: si así el abordaje es más difícil, por el contrario las naves tenderán a hundirse por proa y de esa manera se disparará sin obstáculos la artillería que va a bordo. Los croquis e incluso mapas de la formación de combate no dejan lugar a dudas: ambas escuadras se dispusieron en media luna. Al poco de iniciarse los abordajes, una galera llena de caballeros de la Orden de Malta es pasada a cuchillo por los turcos ante los aterrados ojos de los más cercanos. El mar se tiñe de sangre. En medio del fragor del combate, los cristianos logran, tras varios intentos, abordar la nave capitana de Alí. Entre el humo de la pólvora y del fuego, el fuego en sí mismo y todo lo que no deja ver más allá de hasta donde lleguen las voces, aparece su cabeza, degollada, clavada en una pica. Se corre la voz para desmayo de unos y apellidar «¡Victoria!» los otros. El beylerbey de Argel, el Uchalí de Miguel de Cervantes, conocidas las pérdidas del flanco derecho turco y de la formación central, opta por retirarse de la batalla y surcar el mar camino de Argel. Huye. Salva las galeras de los piratas. La victoria cristiana fue rotunda: perdieron 6 o 7 galeras y capturaron 117 galeras turcas. Aquel día murieron alrededor de 30.000 turcos y fueron hechos prisioneros unos 3.000. Se liberó a 15.000 galeotes. Las bajas de la Santa Liga fueron de unos 8.000 cristianos y unos 21.000 heridos.

Mal y con calentura

Don Juan escribe desde la capitana a su hermano y a Maximiliano II para comunicarles el triunfo. He leído sendas cartas, la una en Simancas; la otra en el Archivo Imperial de Viena, y, en verdad, sobrecoge la brevedad de la nota para dar la nueva de la victoria. Por motivos que no vienen al caso, se hicieron ciertas informaciones sobre Miguel de Cervantes y se interroga a compañeros suyos de armas. Cuentan que desde la mañana, en cubierta andaban oteando el horizonte. Sabían que tarde o temprano iba a haber combate. Uno de ellos, uno más, de los doscientos y pico de la compañía del capitán Diego de Urbina, adscrito a las órdenes de Juan Andrea Doria, que por ciertos ajustes estratégicos había tenido que embarcar en la galera de Sancto Pietro, se encontraba mal y con calentura. El capitán le dice, en medio de la tensión y los últimos preparativos, que se baje a cubierto porque no está para luchar. Él le replica que no, que no quiere quedarse en cama, ¡qué cobardía en día tan señalado!, y parecen palabras robadas de los labios a Miguel las que recuerda el testigo Santisteban, que «¡qué dirían de él, que no hacía lo que debía, y que más quería morir peleando por Dios y por su rey, que no meterse so cubierta!». El capitán lo da por imposible y le permite quedarse en el esquife, junto a la barca de ayuda, en popa, en donde «peleó como valiente soldado (...), como su capitán lo mandó y le dio orden con otros soldados».

Gabriel de Castañeda también es alférez, de Salaya en Cantabria. Recuerda cómo el capitán Diego de Urbina y otros soldados, al divisar la armada turca, viendo el estado en el que estaba Miguel, le instaron a que bajara a cubrirse porque no estaba para combatir. El enfermo se enojó: «¡Señores, en todas las ocasiones que hasta hoy en día se han ofrecido de guerra a Su Majestad y se me ha mandado, he servido muy bien, como buen soldado; y así, ahora no haré menos aunque esté enfermo y con calentura; más vale pelear en servicio de Dios y de Su Majestad y morir por ellos, que no bajarme so cubierta!». En la discusión pide al capitán que «le pusiese en la parte y lugar que fuese más peligrosa y que allí estaría y moriría peleando» (¡verdaderamente tenía fiebre!) y, dicho y hecho, Urbina le entrega el mando sobre doce soldados y los manda al esquife, «adonde vio este testigo que peleó muy valientemente como buen soldado» hasta el final del combate, «de donde salió herido en el pecho de un arcabuzazo y de una mano, que salió estropeada».

Lo demás, lo sabemos: sanó en el hospital de Mesina, rodeado de alemanes; anduvo cinco años más por el Mediterráneo, hasta que de regreso a casa, asaltada la «Sol» fue llevado preso a Argel. A lo largo de su vida rememoró aquella batalla como la más grande ocasión que vieron los tiempos y su sacrificio, imborrable. Por otro lado, era tan impensable humillar al Turco que cuando las noticias llegaron a Madrid, antes de lanzar las campanas al vuelo, y los Te Deum, se esperó la confirmación cierta porque no daban crédito a que pudiera haber habido tan gran victoria. Ésta es la lección de aquel 7 de octubre de 1571: un imperio, por grande que sea, es vulnerable. Aunque el Turco se rearmó y cicatrizó la herida con rapidez, aunque el Mediterráneo siguió en ebullición, ya se tenía la experiencia de que se le podía vencer, o incluso pactar con el Sah de Persia, para hostigarle por ambos flancos. En efecto, tres embajadas «persianas» acudieron a la corte de Felipe III ofreciendo pactos intercontinentales, hasta que se decidió mandar en 1614 a don García de Silva y Figueroa, primer embajador en Persia.