A la sombra de las secuoyas
El tema de la frontera y sus colonos es uno de los esenciales núcleos narrativos de Estados Unidos. Las literaturas de las diversas culturas suelen empezar por ser relatos de iniciación a un desafío: militar, geográfico, religioso. En los recuerdos cinematográficos del lector siempre estarán aquellas carretas que invadían los territorios de los indios buscando nuevas tierras y oro, y esas familias con madres que eran columnas vertebrales de familias numerosas, y que pronto se establecerían en praderas de tierra fértil. Pues parece que no es esa la imagen en la que quiere indagar la novelista de temas históricos Tracy Chevalier, que ya fue conocida en España por novelas como «La joven de la perla». La muy interesante «La voz de los árboles» (titulada en inglés «En el borde del huerto») nos habla de obsesiones relacionadas con la naturaleza, y lo hace a partir de un libro bisagra compuesto de dos partes, como los dos caminos de Proust que finalmente conducen al mismo sitio.
En la primera parte nos muestra a una familia que llega a establecerse en el Pantano Negro de Ohio, en 1838. Serán James Goodenough, su mujer Sadie, y los diez hijos que irán teniendo, aunque cinco morirán de fiebres. Porque Chevalier, como en un espejo borgiano, describe justo lo contrario de lo habitual en las novelas de frontera. James se obsesiona con los manzanos. Sadie es borracha y violenta. Tras un hecho violento uno de los hijos, Robert se irá del núcleo familiar y dará lugar a la segunda parte de la obra. Las aventuras de Robert descubriendo otro género de árboles que darán sentido a su vida, las secuoyas. Entrando en contacto con Lobb, un mercader de semillas y plántulas de pinos de tronco rojo y secuoyas. En ese camino, como en toda novela de iniciación, Robert irá descubriendo ciudades y caminos de un Estados Unidos que se va forjando entre el barro, el dinero y los buscadores de una nueva vida, y también a las mujeres, el deseo sexual y el amor.
Esfumarse el sentimiento
De una prodigiosa y bien construida manera, Chevalier va uniendo con bastante acierto ante los ojos del lector la primera y la segunda parte, para acabar en una hermosa metáfora sobre la vida, como conjunto de desórdenes, de ruido y de furia, pero que al final comprendemos y asumimos, como un tapiz que solo al verlo terminado podemos darnos cuenta de que tras tantos hilos cruzados hay figuras de caballos y guerreros, y se nos habla de batallas con su principio y su final.
Chevalier nos muestra la sorpresa de Robert de vivir y ver nacer y desaparecer los sentimientos como árboles que crecen y mueren en el bosque: «Pero cuando el sentimiento desapareció, Robert se preguntó cómo algo tan fuerte podía esfumarse, como un río que se hubiera desbordado para después convertirse en un hilo de agua. Dejando a su paso solo un rastro de escombros que marcaban la crecida». Chevalier nos habla con la voz de los árboles de la vida de unos hombres que intentan echar raíces en un pantano y a veces lo consiguen.