Camus, el hombre rebelde
La hija del escritor recupera en un álbum fotográfico, «Solitario y solidario», su trayectoria intelectual y biográfica. «Solitario y solidario». Catherine Camus. ediciones plataforma. 206 páginas 45 euros.
El hombre que afirmó «un escritor por definición, no puede ponerse hoy al servicio de los que hacen la Historia; está al servicio de los que la sufren», ¿qué pensaría de una Europa que, por unos ajustes, permite que los centros educativos en Grecia no puedan encender este invierno las calefacciones en las aulas? ¿Que en el Viejo Continente haya gente que se suicida por miedo al desahucio? ¿O que se consienta que los derechos sociales retrocedan hasta el punto de que Portugal abarate el coste del despido a doce días? ¿O cómo está evolucionando la Primavera Árabe?
Albert Camus murió en un accidente de tráfico el 4 de enero de 1960. Tenía 46 años y, como afirmó Bernard-Henri Levy en un artículo que le dedicó en el cincuenta aniversario de su muerte, todavía no había visto la guerra de Bosnia, ni la caída del muro de Berlín ni el conflicto civil de la Argelia durante la década de los noventa, tres aspectos esenciales, porque él participó en la resistencia durante la Segunda Guerra Mundial, criticó con firmeza los totalitarismos y mantuvo una posición muy clara respecto al colonialismo.
El autor de «La peste», que nació en Argelia –era un «pied-noir», igual que su amigo Jean Daniel, uno de los fundadores de «Nouvel Observateur», condición que en más de una ocasión le subrayaron con intenciones diversas–, caminó por el sendero de las ideas sin apartarse del camino de los hombres. Por eso, en su madurez, todavía recordaba esa nostalgia de la orilla mediterránea en la que creció y que añoraría en tantas ocasiones, demostrando así que no era sólo un intelectual abstracto, sino también de lo tangible y lo sensorial. «Viví, hace mucho, durante ocho días colmado con los bienes de este mundo; dormíamos al raso en una playa, me alimentaba con fruta y me pasaba la mitad del día en unas aguas desiertas», escribió en el prólogo de «El revés y el derecho». Su hija, Catherine, le recuerda ahora en «Solitario y solidario» (Plataforma editorial), que repasa su trayectoria intelectual a través de este álbum fotográfico. «La vida es cambio, duda, contradicción. Una vida es entusiasmo. Él era la vida misma», escribe sobre él en la introducción. Y unos renglones más abajo, recoge unas palabras de su padre: «Nadie puede morir en paz si no ha hecho todo lo posible para que los otros vivan». Albert Camus era el compromiso con los hombres, con sus luchas, pero en beligerancia y oposición con las dictaduras de las ideologías y las revoluciones, por muy justas que sean, si conllevan derramamiento de sangre. Herbert R. Lottman, en su biografía del autor, relata, entre otros asuntos, cómo Camus, tras los primeros meses que siguieron a la liberación, terminó oponiéndose a la pena de muerte que se dictaba contra los colaboracionistas (un tema, precisamente, que le enfrentaría, a través del diario «Combat», con François Mauriac, que escribía desde una oposición contraria en «Le Figaro»). Su aversión hacia el castigo capital procedía, al parecer, de un relato que dejó su padre, que presenció un ajusticiamiento. Una lección que nunca olvidaría.
Cronista de pobreza
En las páginas de este libro, donde puede verse en un microcosmos de documentos e imágenes fijas, el ambiente en el que se desarrolló su obra y surgió su pensamiento, aparece ese padre que jamás llegó a conocer y que cayó durante la Primera Guerra Mundial. En «El primer hombre», Camus escribió: «Cuando a mi padre lo llamaron a filas, jamás había visto Francia. La vio y lo mataron. Eso es lo que una familia humilde como la mía le dio a Francia». Su infancia y adolescencia marcaron su pensamiento. Su conocimiento de la miseria le llevó a conducir esas «Crónicas argelinas» en las que denunciaba la pobreza de la Calibia; y le hizo responder, en un mundo donde Dios no ocupa el corazón de los hombres y se impone el absurdo una pregunta fundamental: «¿Merece la pena vivir?», cuestión con la que arranca «El mito de Sísifo», donde aborda el suicidio. Su ausencia nos deja con el interrogante de qué pensaría Camus sobre muchos temas de la actualidad. Él jamás rehusó hablar de la realidad. En 1953, cuando en Berlín se produjeron una serie de motines obreros, escribió: «Cuando un trabajador, en cualquier parte del mundo, alza los puños desnudos frente a un tanque y grita que no es un esclavo, ¿en qué nos convertimos si permanecemos impasibles? (...). Sin embargo, hemos asistido a la abdicación, y por eso esta noche nos mueven a hablar tanto la indignación como el asco». El siempre debatió el día a día en la arena pública a través de artículos que publicaba en revistas y periódicos. Y, hoy, donde puede encontrarse tanto vacío, su ejemplo se levanta como un buen espejo donde poder contemplarse. En «Carnets 1949-1959», dejó esta frase: «La Prensa no es verdadera por ser revolucionaria. Es revolucionaria por ser verdadera». ¿Cómo ve-ría hoy los medios de comunicación? ¿Las revoluciones que está viviendo? ¿O cómo está evolucionando?
Camus, que nunca renunció a sus raíces españolas, y que mantuvo una estrecha amistad con la actriz española María Casares a través del teatro (en «Calígula» incluyó una frase demoledora: «He descubierto una verdad muy simple. Los hombre mueren y no son felices»), mantuvo una serie de encuentros y desencuentros con algunos intelectuales importantes de su época debido a sus opiniones. El más conocido de estos choques fue el que sostuvo con Sartre –Simone de Beauvoir también dejó en su diario sus impresiones de Camus, que, en ocasiones, casi suenan como algo condescendientes–. Pero los años han ido poniendo a cada uno en su lugar. Camus, que también exigió racionalidad con el desarrollo científico para que los avances no se volvieran contra la humanidad (la bomba atómica, por ejemplo), pasó momentos duros y de soledad, y ya entrevió lo que sería su desaparición al escribir: «Incluso mi muerte me será disputada. Y sin embargo, lo que más anhelo hoy es una muerte silenciosa, que dé paz a mis seres queridos». La paradoja es que hoy el mundo está necesitado de muchos Camus.
El detalle
MUNDO SIMBÓLICO
En una conferencia pronunciada en diciembre de 1957, Albert Camus ya veía hacia dónde iba el mundo: «Vivimos en una sociedad que ni siquiera es la sociedad del dinero, sino la de los símbolos abstractos del dinero. La sociedad de los comerciantes puede definirse como una sociedad en la que las cosas desaparecen en beneficio de los signos». ¿Qué opinaría de los «signos» que nos rigen hoy?
La polémica de un nobel
Si existe una persona fundamental en la vida de Albert Camus es su madre. Esa figura silenciosa que él siempre reverenció y que mantuvo presente. «Frente a mi madre siento que soy de una raza noble: la de los seres que no envidian nada». Ella era una mujer silenciosa, sin la cultura que llegó a tener Camus. «El primer hombre», el último libro del escritor, está dedicado a ella: «A ti que jamás podrás leer este libro...». En esta misma obra, introduce este fragmento: «Y lo que más deseaba en el mundo, que su madre leyera todo lo que había sido su vida y su carne, eso era imposible. Su amor, su único amor, sería mudo para siempre». Al recibir el Premio Nobel, Albert Camus (en la imagen) –que llegó a declarar, «yo habría votado a Malraux»–, se metió en otra polémica en la rueda de prensa al declarar: «Entre la justicia y mi madre, elijo a mi madre». Esta sentencia ha dado la vuelta al mundo y todavía se le recuerda por ella. Bernard-Henri Lévy subraya que la repite posteriormente en una carta: «Ninguna causa, aunque sea inocente y justa, me separará jamás de mi madre, que es la causa más importante que conozco en el mundo».