Cixí, la última gran emperatriz
«En la primavera de 1852, en una de las selecciones periódicas que se hacían en toda la nación en busca de consortes imperiales, una ni-ña de dieciséis años llamó la atención del emperador, que la eligió como concubina». Este comienzo bien podría ser el de un cuento fantástico; sin embargo, estamos ante una biografía ampliamente documentada cuyo objetivo es reivindicar la figura de Cixí presentándola como la emperatriz que impulsó la modernidad en China. El harén en el que entró aquella niña era un mundo de patios amurallados y largos y estrechos callejones. Era solamente una concubina más y de baja categoría, pero su destino cambió el 27 de abril de 1856 cuando dio a luz a un hijo que la convirtió en la segunda consorte, solo por detrás de la emperatriz Zhen, que siempre fue su amiga y aliada. Poco antes de este nacimiento, Francia y Gran Bretaña habían declarado la guerra a China. La llamada Guerra del Opio culminó de una manera terrible con el incendio del Palacio de Verano, un conjunto de más de 200 opulentos y exquisitos palacios, pabellones, templos, pagodas y verdes y frondosos jardines. El incendio aumentó el odio a los extranjeros tanto en la Corte como en el pueblo. Cixí tendría que luchar contra una acrecentada xenofobia y el ancestral deseo de aislarse de Occidente. A los 25 años consiguió que se la nombrara emperatriz viuda y orquestó un golpe para derrocar y condenar a los ocho hombres que controlaban la maquinaria del Estado. Cixí ideó un plan para que los documentos oficiales necesitasen sus sellos. Dos meses después de que muriera su esposo, ella había culminado su golpe. No estuvo presente en la coronación de su hijo, ni siquiera podía entrar en la majestuosa área principal de la Ciudad Prohibida porque era mujer. Todos los decretos se publicaban en nombre de su hijo, pero era Cixí quien los autorizaba con su sello: diez años después de su llegada a la Ciudad Prohibida se había convertido en la auténtica gobernante de China y tenía en sus manos el destino de casi un tercio de la población mundial.
Tras el biombo de seda
Siempre detrás de un biombo de seda amarilla colocado en la parte posterior del trono de su hijo, no podía hablar directamente con los hombres, la emperatriz viuda trataba con consejeros y funcionarios. El país arrastraba los efectos de las revueltas de Taiping, una guerra civil que dejó veinte millones de muertos, y de la contienda contra las potencias europeas a las que se debía indemnizar cuantiosamente. Las calles de Pekín estaban abarrotadas de mendigos y gran parte de China vivía y trabajaba con métodos medievales. Cixí vio con claridad que había que llevar al país hacia la modernidad y la riqueza.
Para conseguirlo inauguró una política de puertas abiertas que fomentó el comercio con Occidente. El puerto de Shangai se llenó rápidamente de buques de carga, muy pronto se pagaron las indemnizaciones y se comenzó a importar arroz. El lema del gobierno de Cixí, «hacer fuerte a China», estaba despegando y se había ampliado: «Hacer ricos a los chinos». Bastante más trabajo costó conseguir llevar el ferrocarril hasta el país. Cada familia contaba con su propio cementerio y los chinos pensaban que el ruido atronador y el humo de las máquinas molestaban a los espíritus de los muertos. Tuvo que esperar hasta principios del siglo XX, en la última década de su vida, para ver el tren que unía Pekín con Wuhán, el norte y el sur de China. Con éste llegaron la minería del carbón, la electricidad y el telégrafo. Además, había creado una Marina moderna y formado un ejército bien armado y equipado. Empezó a enviar viajeros a otros países y nombró embajadores en el extranjero. Abolió leyes como la terrible «muerte por los mil cortes» y prohibió el tradicional vendaje de los pies de las mujeres. Se redactó la primera constitución, se declaró la libertad de prensa y se sentaron las bases para una democracia parlamentaria según el modelo inglés. En su lecho de muerte convirtió a su sobrino Puyí en el siguiente emperador, pero fue inútil, la dinastía Qing murió con ella en 1908.
La leyenda negra sobre Cixí habla de su codicia y también largamente de su maldad. Esta biografía muestra a una mujer realmente excepcional que se movió de la única manera posible en una sociedad de costumbres y rituales complejísimos, en la que las conspiraciones y las muertes conformaban lo que era la vida cotidiana y ser mujer no tenía ningún valor. Tuvo que ser más lista y más rápida que todos los hombres que la rodeaban y está claro que a Cixí le sobraba inteligencia y jugaba bastante bien al ajedrez.