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El novelista que escribía teatro; por José María Pou

La Razón

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Javier Tomeo fue muy importante en una etapa de mi carrera. Me encontré con él y con su amado monstruo y surgió una relación fantástica. El halló en mí, o eso decía, el actor perfecto para muchos de sus personajes. Hasta tal punto que estrenamos tres obras seguidas: «Amado monstruo», «El gallitigre» y «El cazador de leones», una novela que yo mismo adapté, aunque en Madrid tan sólo se vio la primera. Fueron tres obras seguidas que ocuparon dos años y medio, casi tres, de mi carrera: una inmersión en esos personajes tan insólitos que él creaba, en ese mundo suyo tan particular. Después de haber hecho esas tres obras, él tenía la sensación de que yo debía pasarme toda mi carrera haciendo textos suyos, o eso por lo menos deseaba. Noté incluso, y así me lo expresó, después del tercero, cuando le dije que iba a hacer una función de otro autor, que le consumían los celos.
Lo curioso del caso de Tomeo es que no le gustaba nada el teatro: venía a verme cuando estrenaba otras funciones y se dormía o se marchaba a los diez minutos de empezar. El teatro lo convirtió en un personaje muy importante, más de lo que era como novelista. O por lo menos, le sacó a la luz. Pero el hecho teatral no le importaba nada, le aburría soberanamente y así me lo reconocía. Yo le decía que no fuera, pero él quería acompañarme. Siempre me repetía que por qué perdía el tiempo haciendo las obras que elegía y me soltaba una ristra de títulos suyos que, a su juicio, yo debía protagonizar. Le prometí que, pasado un tiempo, volvería a hacer una función suya. Una nueva adaptación porque, en realidad, teatro sólo escribió una vez, un encargo para Mérida que se llamó «Los bosques de Nyx», todo lo demás fueron adaptaciones de sus novelas. Hay una maravillosa, «El castillo de la carta cifrada», que la hicieron unos alemanes con gran éxito, y siempre me pedía encarecidamente que algún día tenía que estrenarla yo. Se lo prometí... Y ahí está, nunca encontré el momento. Ahora, lógicamente, me entran ganas de decir: «Sí, Javier, voy a hacerlo». Curiosamente, es un hombre que era un dramaturgo sin saberlo: todas sus novelas tenían un carácter teatral, y sus personajes también; pero él no sabía que estaba escribiendo teatro. En sus libros había un mundo particular, único. Se le ha comparado mucho con Kafka. Él decía que ese universo cerrado de personajes lo sacaba de la realidad, y en esa etapa yo conocí a muchos de sus amigos en los que se inspiró. Realmente eran seres muy especiales. El me permitió entrar en ese mundo de sus amigos para interpretar a sus personajes. Quedábamos en un café y me presentaba, por ejemplo, al modelo real en el que se había inspirado para escribir «El gallitigre». Me dio tres personajes fantásticos: el Kruger de «Amado monstruo», el payaso de «El gallitigre», y el Armando de «El cazador de leones», un ser solitario que no salía de su casa y que vivía haciendo llamadas telefónicas a seres anónimos y dándoles conversación.
Ése era el mundo de Tomeo, que tanto me fascinó. Ha sido un personaje curioso y entrañable, un hombre enormemente generoso conmigo. Diría que me adoptó, me puso bajo su protección, se agarró a mí: yo fui su actor y casi parte de su familia.