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La enredadera

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¿Estaremos asistiendo a una mutación justiciera de la «mujer-florero» en la «mujer-enredadera»? En la perplejidad ante ese tránsito, por jardines donde cohabitan dulces pétalos («Éramos uno», «la amorosa luz de la ternura»...) y plantas carnívoras («anémona destructiva», «rizoma rastrero»...) se sitúa el «funambulista-sonámbulo» de estos versos, a la vez poeta tanteador y amante despechado. En «El equilibrista y los jardines», cuarto poemario de Víctor Álamo de la Rosa (Tenerife, 1969), no hay distingos entre el impulso carnal que nos lleva al abordaje erótico del cuerpo amado y el que hace lo propio con el cuerpo del poema, con símbolos jardineros que coinciden, como las «hormigas»: a la par, pelos del pubis y letras de la página. La imposibilidad de la plenitud en ambas dimensiones es el leit-motiv de «El equilibrista...», que se resbala entre jardines que no se dejan, y que, por tramos, más bien le dejan. En uno y otro ámbito nunca se alcanzan los helechos consumados; y de ahí las ironizaciones defensivas, manguera en mano y tijeras de podar, por los parterres del despecho. En el recuento herido, el burlado trata de emular la iniciativa de la burla: «Jardinera me dijo que/yo era príncipe y corrí a ponerme azul», y, tras un inventario de episodios sublimes, lo único que le importaba es que «así le trajera toda la lista de la compra, ella así habría de quererme más». Tras pasar por todos los estadios del desencuentro, el jardinero acaba de averiguar su gran venganza: que no la necesita más, pues «el poema es la única musa».