Crítica de libros

Lo que había detrás de la puerta

Lo que había detrás de la puerta
Lo que había detrás de la puertalarazon

Las protagonistas de muchos de los «domestic noir» actuales viven unas existencias perfectas y tienen maridos perfectos. Esa idealidad típica de la «chick-lit» es la pantalla obscena tras la que se camuflan las tribulaciones de un matrimonio problemático y una historia de degradación y violencia contra la ingenua esposa, caída en las garras del peor de los depredadores: el maravilloso galán alfa. Aunque la psicópata también puede ser mujer. «En secreto», título original de la enervante novela de B. A. Paris «Al cerrar la puerta», bulle un mundo doméstico de humillaciones, abusos y degradación llevado hasta sus últimas consecuencias. Como el lado siniestro de «Cincuenta sombras de Grey».

Todo el relato está montado sobre un equívoco que se mantiene con la intención de que el lector quede atrapado en la tela de araña de una intriga psicológica que bascula entre la incredulidad y la sorpresa. Y lo logra mediante un endiablado mecanismo de precisión narrativa que lo pone en vilo, mientras la autora retuerce el relato hasta sacarlo de quicio. La diferencia entre las heroínas posfeministas y las sumisas protagonistas hitchcockianas de «Rebeca» (1940) y «Sospecha» (1941), netamente posrománticas, es su rebelión contra la violencia doméstica, aunque el resultado sea una idéntica culpabilidad por abandonarse al principio del placer y quedar atrapadas al no tener en cuenta el principio de realidad.

Pavorosa contrapartida

Es el ejemplo de que el ansia de «perfección» rima con degradación y tiene la más pavorosa de las contrapartidas: el horror que se atisba al cerrar las puertas del amor romántico y lo que se vislumbra del ensueño amoroso cayendo en la fantasía del terror gótico. El thriller psicológico confronta esa realidad desquiciada con el rigor del relato. Por lo que el lector tendrá que suspender su incredulidad para hacer plausible lo «familiar vuelto extraño» de Freud, punto de embrague de todo terror psicológico. Siempre en el filo de la racionalidad, porque cuando un autor se extralimita, cae de lleno en el romance popular y, aunque aferrado a la razón, se desliza hacia el cuento de hadas en el que el protagonista se enfrenta al arquetipo del ogro y padece los infortunios de la virtud de la Juliette de Sade.

En novelas como ésta hay un doble juego perverso: el placer sadomasoquista de los protagonistas y su proyección en los lectores, que ora se identifican con el dolor del sujeto sufriente y se rebelan contra el sadismo, ora con la omnipotencia del verdugo y la estupidez de quien se abandona a su destino fatal.

Para lograrlo, la autora alterna dos relatos en primera persona entre el presente y el pasado. Con el primero descoloca al lector con un relato inquietante, mientras que con el segundo rellena los huecos que ha dejando en suspenso para retorcer la trama con nuevas incógnitas, que operan como una gota malaya sobre la incredulidad del lector. Con deleitosa parsimonia va conduciendo a un callejón sin salida, el mismo que transita la protagonista, angustiada por saber cómo logrará encontrar la salida del laberinto y deshacerse de su enemigo con sus propias armas.