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María Dueñas, el tiempo entre viñedos

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Los numerosos lectores de la autora están de enhorabuena. María Dueñas regresa a las librerías con «La Templanza», que es el nombre de una viña, clave en la trama de la novela, que narra la historia de Mauro Larrea, un indiano arruinado, y su apasionante periplo desde México a Jerez de la Frontera. La escritora revela en exclusiva a LA RAZÓN las claves de su nueva novela, de la que, además, reproducimos en adelanto las primeras páginas junto con un análisis del fenómeno literario María Dueñas. Planeta lanza el martes 500.000 ejemplares.

Los pasos de «La Templanza»

María DUEÑAS
«La Templanza» cruza tres escenarios enormemente seductores. Uno de los mayores placeres a la hora de componer este proyecto ha sido elegirlos, documentarme sobre cómo eran hace un siglo y medio, y patearlos en el presente a la caza de resquicios de aquel pasado. México es el territorio que abre la novela; más concretamente, la ciudad de México apenas cuatro décadas después de su independencia, cuando seguía siendo una de las urbes más bullentes de las Américas y ya apuntaba un imparable crecimiento que aún no se ha detenido. Dentro del perímetro de lo que hoy se conoce como el Centro Histórico encajo el arranque de la historia de Mauro Larrea, un próspero empresario de la minería de la plata de origen español que, por causa de la guerra civil de los Estados Unidos, pierde una descomunal inversión quedando en la más absoluta ruina. Por esta cuadrícula de calles siempre repletas de vida agitada hago transitar a mi protagonista; a veces va a pie, ocasionalmente a caballo, muy a menudo subido a su berlina. Al recorrer hoy día sin prisa las calles del Centro Histórico, nos van saliendo al paso multitud de rincones y fachadas que aún mantienen ese sabor a pretérito. Contemplar la inmensidad del Zócalo flanqueado por la catedral, el Palacio Nacional y el antiguo Palacio del Ayuntamiento, sigue encogiendo el corazón. Espoleado por la urgente necesidad de reconstruirse, Mauro Larrea saltará a Cuba en la segunda parte de «La Templanza». La Gran Antilla constituía en aquellos años el último gran bastión del ya casi inexistente imperio español; una isla seductora repleta de posibilidades gracias mayoritariamente al cultivo del azúcar, seguido de cerca por el tabaco y el café. En La Habana hago desembarcar a mi protagonista, en un puerto vibrante y opulento donde los esclavos negros constituían la mitad de la población, y donde los negocios y las fortunas florecían para aquellos en busca de un destino mejor. En aquella época, mediado el XIX, el imparable crecimiento urbano había ya desbordado las murallas originales que blindaban lo que hoy se conoce como La Habana Vieja, pero la subtrama habanera de mi novela se ubica fundamentalmente en esa zona y sus aledaños: lo que fue, y en parte sigue siendo, el corazón de la ciudad. Emociona recorrer hoy ese puñado de kilómetros cuadrados asomados al mar y repletos de historia, belleza y nostalgia: imaginar que en la calle O’Reilly se cotizaban los locales a precios exorbitantes, evocar las animadas noches de retreta en la Plaza de Armas o los lánguidos paseos vespertinos por la Alameda de Paula volcada sobre el mar. Será una serie de carambolas –y tómense éstas en su sentido más literal— lo que marque un nuevo rumbo en la vida de Mauro Larrea. En España será recibido como un indiano: uno de aquellos afortunados que retornaban a la Madre Patria ricos y exuberantes tras haber triunfado al otro lado del océano. Sólo que mi personaje, aunque pretenda ocultarlo tras su facha de atractivo hombre de ultramar, anda escaso de capitales y sobrado de urgencias y desconcierto. Y así, ansiando recomponerse, nuestro minero terminará recalando en aquel espléndido Jerez de entonces, cuando el negocio del vino pasa por uno de sus momentos de mayor gloria gracias al comercio internacional y, sobre todo, al fuerte vínculo de las bodegas jerezanas con Inglaterra. «Si yo tuviera mil hijos, el primer principio humano que les enseñaría sería el de abjurar de las bebidas flojas y entregarse al jerez», había escrito Shakespeare en la segunda parte de «Enrique IV». No le faltaba razón.

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