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Nos fastidian los adultos

Nos fastidian los adultos
Nos fastidian los adultoslarazon

Cuanto más sofisticada es la tecnología más se desplazan los relatos juveniles hacia el romance y los cuentos de hadas. A lo largo de los años 50 del siglo pasado, los «teenagers» construyeron un mundo virtual de amor y tragedias juveniles rebelde a la cultura dominante. Apelaban a una realidad paralela que apaciguara el temor a ser adultos y la aceptación del ciclo de la sumisión al statu quo y el miedo a la guerra. La revuelta jipi logró imponer los mundos de Yupi y la eterna juventud. Sus nietos han abandonado el pop musical por melifluo y se han refugiado en otra realidad, ésta sí, virtual, cuyos héroes se enfrentan a mundos poscatastrofistas, distopías totalitarias y «guerras del hambre» en tiempos de paz y abundancia. Son relatos de angustia, en una época de crisis moral, protagonizados por jóvenes divergentes que proyectan su rechazo social y desazón juvenil sobre un papel pintado de pretensiones épicas, como ayer lo fueron realmente bélicas.

Un tablero animado

Lo singular de «El juego infinito», de James Dashner, autor de la saga «El corredor del laberinto», es la distopía del relato –similar a «Los juegos del hambre» y «Divergente»– en el que la red virtual ha ocupado el lugar donde se resuelven imaginariamente los conflictos generacionales. Es éste un mundo de adultos inexistentes, donde ahora se libran batallas ciclópeas para sobrevivir a una realidad paralela cuyo parecido con el mundo cotidiano es pura fantasía. El bucle en el que la realidad virtual y el mundo real se engarzan se corresponde a fantasías infantiles como «El mago de Oz» pasadas por los videojuegos. La plantilla es un tablero animado repleto de sendas misteriosas, bosques mágicos, laberintos matemáticos y abismos digitales donde sus protagonistas han de enfrentarse con ciberterroristas y, monstruos sin cuento y, como Teseo, salir del atolladero para conocer la verdad de uno. Son novelas estructuradas como ritos de paso a la madurez. Que éstas sean distopías juveniles las acerca más si cabe a la ritualización oracular y a la pesadilla, como su lucha infinita contra un mundo en el que los adultos han decretado un Estado totalitario imposible de derrocar. De ahí la insistencia en el laberinto y la crueldad de los ritos a los que los héroes de «El juego infinito» se ven obligados a seguir para, al final, volver a encontrarse en el punto de partida. Metáfora de la resistencia juvenil a abandonar ese estado, por definición transitorio, que es la adolescencia y aceptar la realidad adulta. Atrapados en un estado inventado hace un siglo, del que la sociedad adulta ha eliminado los ritos de paso que dotaban de sentido su corta duración, hoy aplazada hasta la senectud. Cada generación encuentra en la cultura pop el modo de rebelarse contra la «opresión adulta» y de conjurar sus miedos en la sociedad de consumo, que es la que confiere sentido e identidad a dicha fantasía.