Soy un canalla
En los últimos años una generación de jóvenes novelistas ha sabido dar un impulso renovador al género, proponiendo un desinhibido realismo de característicos ambientes marginales, un ágil tratamiento del lenguaje popular, protagonistas amasados entre el fracaso y la libertad, situaciones argumentales cercanas al esperpento y una soterrada crítica social nada inocente. Basta recordar los nombres de Kiko Amat, Montero Glez, Francisco Casavella o el ya un poco lejano y algo olvidado Raúl Núñez, quien, con una novela de culto, «Sinatra» (1984), sentaba las bases de una postmodernidad deliberadamente insidiosa y descuidada. En esta línea, Pablo Rivero (Gijón, 1972) publica «Érase una vez el fin», novela que confirma su intuida valía en un par de obras anteriores. Acierta ahora con la historia de un perdedor, un joven atosigado por deudas de juego, atormentado por el desamor, malviviendo en un inmundo cuchitril y esporádico delincuente de extrema bajeza moral: carterista en habitaciones de hospital o ladrón de meriendas infantiles en parques públicos. Sin olvidar un oscuro planteamiento vital: «Odio a la gente que es capaz de disfrutar de la vida».
Yonquis, camellos, tahúres y quinquis desfilan por el atrofiado panorama de un mundo sin esperanza, aunque narrado con un lirismo de hastiada belleza y rabiosa expresividad. Entre agrias cenas navideñas, violentos ajustes de cuentas o familiares broncas transcurre con un ritmo torrencial esta historia de turbias frustraciones y desastradas existencias. Destaca un personaje aparentemente secundario que acaso merecería novela propia: Bulnes, policía astuto , contrapunto cómplice del protagonista.
Con una prosa airada plagada de incisivas metáforas y desoladores diálogos indirectos, fluye ágilmente esta novela canalla y transgresora, genial en su lograda estética del fracaso, sencilla y elaborada a la vez, inquietantemente lúcida y poética.