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Centenario

James Salter, el aviador de guerra que se convirtió en un magistral cronista de lo cotidiano

Se cumplen cien años del nacimiento de un soldado del aire reconvertido a escritor, muerto en 2015 y de creciente prestigio literario

Fotografía de James Salter (1925-2015) durante sus años de aviador
Fotografía de James Salter (1925-2015) durante sus años de aviador .

James Salter (Nueva York, 1925-Sag Harbor, 2015) solo tuvo en su haber siete libros a lo largo de una andadura dedicada también a escribir guiones para el cine después de formarse en Ingeniería e ingresar en 1945 en las Fuerzas Aéreas. El contraste resultó considerable: un hombre de acción –carrera militar en West Point y piloto de aviones; destinado en Filipinas y Japón, y ya como teniente, en Hawái; combatiente en la guerra de Corea; comandante en Alemania y Francia...– y luego, una vez retirado del Ejército, un hombre pausado frente a la mesa de trabajo que escribió «Pilotos de caza» (1956), sobre la guerra de Corea y que tuvo una adaptación fílmica. Más adelante, de ser un autor minoritario, Salter pasó a recibir parabienes entre la crítica especializada, y uno de sus libros, «Todo lo que hay», recibió un premio dotado con 150.000 dólares, el Windham Campbell; era su primera novela en 35 años tras consagrarse a la narrativa corta: una obra bastante breve (a lo largo de 88 años) en la que el trasfondo erótico, y los silencios y las intuiciones, son clave para penetrar en sus personajes.

«Viajar a menudo implica estar solo, y unas veces es agradable y otras no», decía el autor

Pero todos los reconocimientos llegaban tarde. Le daban igual, decía en las entrevistas (recibió, entre otros, el PEN/Faulkner en 1989, el Rea en 2010, el Hadada en 2011, el PEN/Malamud en 2012 y el Windham Campbell en 2013). Publicó su primera obra, «Los cazadores», en 1956, un año antes de abandonar el Ejército, pero antes le rechazaron su novela «Juego y distracción», que acabaría publicando en 1967; había escrito sin mayor repercusión «Años luz» (1975) y «En solitario» (1979). Sólo en el siglo XXI estas obras, más «La última noche» (2005) y la autobiografía «Quemar los días» (1997), resucitarán –todo está al alcance en español gracias a la editorial Salamandra– para colocarle entre los elegidos.

James Salter
James SalterEd BetzAgencia AP

Por eso resultó tan relevante la publicación, en 2023, de sus «Cuentos completos», donde se reunieron sus dos colecciones de relatos, «Anochecer» (1988), y «La última noche» (2005), más otro cuento titulado «Carisma», precedidas de un prólogo de John Banville. Este hablaba de la carrera militar de Salter en la Fuerzas Aéreas y su trabajo como guionista, para acabar apuntando que fue «un magistral cronista de la vida cotidiana». La sobriedad del estilo de Salter, que puede recordar al lector interesado a una vaca sagrada del relato corto como es Raymond Carver, hizo que sus historias tuvieran finales abiertos y no guardasen un argumento muy claro. Presentaba situaciones entre amigos («Am Strande von Tanger») en Barcelona, por ejemplo –se pintaba una España gris y machista–, o estampas humanas en las que solían tener un peso especial los perros. Había, entre aquellos textos, grandes piezas, como «Veinte minutos», en torno a un accidente que sufre una mujer con su caballo y su agónico final, y en general los textos descansaban en diálogos en apariencia intrascendentes que iban perfilando la psicología de unas entidades de ficción que exhalaban desconfianza hacia el otro. Y en especial destacaba lo concerniente a las dificultades de las relaciones amorosas, como en «Arlington», sobre una pareja que bebe y se pelea.

La guinda del éxito

De alguna manera, este libro fue la guinda a una acogida en el ámbito literario tardía pero de contundente e inapelable éxito, tanto de crítica como de público, durante los últimos lustros, tanto en Estados Unidos como en Europa; tal cosa sucedió en especial en España, donde fue obteniendo una reputación entre diferentes generaciones que lo auparon hasta convertirlo en un autor de culto. Sobre todo entre sus colegas: desde Antonio Muñoz Molina –que destacó su pequeño cuento «La última noche», que según él corta el aliento; también afirmó haberse pasado toda una madrugada leyendo su cuarta novela, «Años luz»– al escritor Ignacio del Valle, impulsor de una plataforma que organizó la candidatura de Salter para el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2015. «Maestro en el arte de lo preciso y lo accidental», «un estilo único y poderoso, meridianamente claro, que huye de la grandilocuencia (...) encaminado a comprender la vida, la condición humana», escribió Del Valle sobre él.

Asimismo, el autor estadounidense, junto al cultivo del cuento, se dedicó también de forma especial a la prosa autobiográfica, con sus memorias «Quemar los días», y al género viajero, lo que se vio recogido en 2024 en la recopilación de textos «En otros lugares. Reportajes literarios y crónicas de viajes». El libro daba comienzo con una introducción en la que Salter rememoraba el momento en que, tras la Segunda Guerra Mundial, tuvo que desplazarse como soldado a Manila y luego a Hawái, lo que al final acabó determinando su curiosidad a la hora de conocer otros sitios remotos, muy en especial cuando al poco tiempo viajó a Europa y eso le abrió las puertas al mundo. Como apuntaba literalmente.

«No te quedes en la habitación del hotel. Es el único lugar donde eres vulnerable»

De tal manera que este llevaba a conocer sus pasos por los cementerios de París, los castillos del Loira, las pistas de esquí de los Alpes, Japón, Colorado o los estudios de Hollywood. «¡Estar en otro país! ¡Caer bajo el hechizo de un nombre! ¡Buenos Aires, Tahití, Pago Pago! Tal vez Pago Pago no, pues resultó ser una sola calle de tiendas tristes y un híbrido de comisaría y tienda de bebidas alcohólicas», decía en esas páginas introductorias. En ellas se asomaba lo que daba en llamar «un mundo aparte», o sea, es el tren a Escocia que cruzaba raudo Inglaterra y del que se hacía un observador meticuloso: «Gaviotas sobre los campos verdes. Hombres pescando en los canales. Ciento sesenta kilómetros por hora, el acero chirriando, el firme de las vías liso como el cristal, senderos que se suceden a toda velocidad. La Inglaterra azul en el crepúsculo invernal. Muros bajos de piedra ennegrecida».

Una lista «impresionante»

Asimismo, el hecho de viajar a países que tenía inscritos en una pitillera de plata en sus tiempos de soldado: Melbourne, Sidney, Kwajalein, Guadalcanal, Nueva Caledonia, Guam... –«Una lista que me impresionaba, aunque estaba lejos de ser especial, pues todo el mundo había estado en todas partes»–, lo llevaba a reflexionar sobre lo que significa moverse entre fronteras y descubrir nuevas realidades y culturas. «Viajar a menudo implica estar solo, y unas veces es agradable y otras no. Si eres capaz de superar la angustia que de tanto en tanto te invade, puede que tengas la oportunidad de ver algunas cosas interesantes, quizá las mismas que llevan a ver a los turistas en autocares, pero purificadas, por así decir, por la soledad. En cualquier caso, no te quedes en la habitación del hotel. Ese es el único lugar donde eres vulnerable». Y, en efecto, en el libro se veía a Salter pisar y describir lugares tan atractivos para el turista norteamericano como París, que le recordaba el de Henry Miller, el glamuroso y bohemio a la vez, «en el que uno se despierta magullado después de noches apoteósicas, noches imborrables, con los bolsillos vacíos, los últimos billetes en el suelo tan arrugados como tus recuerdos».

Salter, entre lírico y mundano, presentaba asimismo una Roma «de una decrepitud sin parangón: colores desvaídos, fuentes, árboles en las azoteas, chicos guapos y duros, basura». Contaba que vivió un otoño y un invierno sobre el cementerio de Montparnasse, que muchas mañanas amanecía envuelto en niebla, y detallaba los escritores famosos que están enterrados en el de Venecia o en la abadía de Westminster, fascinado por los epitafios. Por otra parte, Francia tenía un peso preponderante: la literaria y callejera, pero también la de los monarcas, más la que tanto le gustó: la provinciana, la de la campiña, donde buscó una casa en la que vivir.

Basilea, el Tirol, una escalada en Chamonix, Tokio, Tréveris, los Downs del Sur o Paumanok eran otros de los rincones geográficos que se iban conociendo gracias a este libro que era inédito hasta hasta la fecha. Con un fragmento, por ejemplo, como este, entonces: «Más allá de las rocas se extiende un mar profundo y lechoso. Las olas rompen en el arrecife. Una joven desnuda de cintura para arriba se está metiendo en el mar; es esbelta y morena, y el agua hace brillar su desnudez», cobraban sentido opiniones sobre su obra y su estilo, que no cesan de sumar lectores y admiradores, a cien años de su nacimiento, a diez de su muerte.

Un arte tedioso, pero extraordinario

►Se publica, así pues, una reunión póstuma que se compone de entrevistas con escritores, crónicas de viaje o deportivas que muestran un Salter como piloto de caza, guionista en Hollywood o un autor que reflexiona acerca del arte de la escritura. Por otro lado, están los textos que dedicó a autores que admiraba, como Graham Greene, Vladimir Nabokov y Isaak Bábel. Por ejemplo, en las páginas tituladas «Por qué escribo» James Salter se responde para empezar con unas palabras ajenas: «Unos por la gloria, otros por el reconocimiento», y prosigue: «Uno piensa en muchos escritores que podrían haberlas dicho. Anne Sexton, pese a que se suicidó; Ernst Hemingway o Virginia Woolf, que también lo hicieron; Faulkner, que fue despreciado en su pueblo rural, o la ruina en que se convirtió Fitzgerald al final de sus días. Lo maravilloso es la literatura, que es como el mar y la euforia de estar cerca de él, ya seas un buen nadador o estés caminando por la orilla. El acto de escribir, aunque a menudo es tedioso, puede proporcionar un goce extraordinario», afirmaba este autor.