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Prepublicación de «La libertad de expresión»: «Una vez que se renuncia a la libertad es difícil recuperarla»

Adelantamos uno de los capítulos del nuevo libro de Andrew Doyle, azote de la corrección política y del movimiento «woke». En esta ocasión denuncia que la libertad de expresión está en entredicho por una nueva concepción de la «justicia social» basada en la identidad
Jae Tanaka
La Razón

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Al defender la libertad de expresión hay muchos malentendidos que estamos obligados a refutar. Yo mismo he sido acusado varias veces de quejarme de que «ya no se puede decir nada», lo que resulta curioso teniendo en cuenta que yo nunca he dicho eso. Al contrario, nunca me han censurado, y estoy convencido de que no es probable que me censuren. Considero un privilegio poder expresar mis ideas en la radio, la televisión y los medios impresos, y no doy por descontado ninguna de esas oportunidades. Nadie tiene automáticamente derecho a una plataforma y, a pesar de las frecuentes insinuaciones en sentido contrario por parte de los escépticos de la libertad de expresión, sería prácticamente imposible encontrar a alguien que piense lo contrario.
En realidad, quienes repiten más a menudo el cliché de que «ya no se puede decir nada» son quienes critican a un enemigo imaginario. Tanto si se trata de una táctica como si no, entre quienes se oponen a la expresión sin límites hay una clara tendencia a tergiversar lo que han dicho los demás a fin de denunciarles públicamente. Exceptuando los ocasionales artículos sensacionalistas que buscan el clickbait, «ya no se puede decir nada» es una expresión que no es moneda corriente. Incluso en las contadas ocasiones en que se utiliza, nunca se dice en sentido literal, sino más bien como una forma hiperbólica de expresar la frustración por los paulatinos recortes a la libertad de expresión que están a la vista de todos. La hipérbole es evidente en sí misma; al fin y al cabo, al afirmar que «ya no se puede decir nada» se está desacreditando el argumento por el simple hecho de hablar.

Malentendidos

Otro malentendido muy común que se reprocha a los defensores de la libertad de expresión va en la línea de «¿Por qué críticas a esta persona? Yo creía que apoyabas la libertad de expresión». Solo podemos suponer que quienes confunden la crítica con la censura lo hacen intencionadamente. Análogamente, a menudo suele malinterpretarse el hecho de que alguien se niegue a entrar en una discusión. Helen Pluckrose y James Lindsay lo denominan «la falacia de exigir ser escuchado». Al igual que la libertad de culto incluye la libertad respecto a la religión, el derecho a hablar y escuchar entraña el derecho a no hablar ni escuchar.
Uno de los errores más insidiosos sostiene que a quienes argumentan a favor de la libertad de expresión sencillamente no les importan las minorías, o incluso que desean volver a los tiempos en que el racismo, la homofobia y el sexismo desenfadados eran el pan nuestro de cada día. Según esa suposición, el concepto mismo de la libertad de expresión es un «dog whistle», un reclamo subliminal, un término que casi siempre aparece cuando la persona que es el blanco de las iras de un crítico no ha dicho nada que le incrimine, pero a pesar de todo se le presupone una perniciosa intención subyacente. Es una hipótesis que examina Gavan Titley en su libro «Is Free Speech Racist?» («¿La libertad de expresión es racista?», 2020), donde plantea que la libertad de expresión «ha sido adoptada como un mecanismo primordial para validar, amplificar y reavivar las ideas racistas y las afirmaciones discriminatorias por motivos de raza». Es una pena que hoy en día vivamos en un mundo donde algo tan honorable como defender la libertad de expresión pueda despertar tan a menudo sospechas deshonrosas.
El racismo es un cáncer que nunca puede ser tolerado en una sociedad civilizada. No cabe duda de que hay algunos defensores de la libertad de expresión que albergan ideas racistas, pero, afortunadamente, son una minoría insignificante. Mi experiencia de colaboración con los responsables de las campañas contra la censura me dice que son indefectiblemente contrarios a cualquier forma de prejuicio, y que lo que anima su pasión por la libertad de expresión es en gran medida la protección de los derechos de los más vulnerables en nuestra sociedad. Como ha demostrado el trabajo del activista por los derechos humanos Jacob Mchangama, la eliminación de los derechos de las minorías es más acusada en los países donde el amparo a la libertad de expresión es más endeble.
Es innegable que en ocasiones la causa de la libertad de expresión ha sido asumida por algunos de los personajes más reaccionarios de la sociedad. Es algo que cabía esperar, teniendo en cuenta que lo que esas personas tienen que decir no solo es impopular, sino que, además, con toda seguridad provoca una consternación general. Defender la libertad de expresión significa defender los derechos de las personas cuyas manifestaciones nos provocan desprecio. Las ideas que no resultan polémicas no requieren ese tipo de protección.
Cuando defendemos el derecho a expresarse de las figuras más repelentes nos exponemos inevitablemente a la acusación de complicidad. Presuponer que defender la libertad de expresión de otro es una forma de aprobación de la sustancia de su discurso es un grave error que a muchos nos desalienta a la hora de defenderla por principio. La mayoría de quienes se oponen a la criminalización de los discursos racistas lo hacen justamente porque aborrecen el racismo. Prefieren que se desautorice a los autores de ese tipo de expresiones y, a ser posible, que se demuestre que sus prejuicios son esencialmente irracionales. (…)
En conjunto, yo estoy convencido de que los peligros de facultar al Estado para que determine los límites a la libertad de expresión tienen mucho más peso que el riesgo de que algunos pequeños grupos de extremistas intenten hacer proselitismo. El coste de la libertad consiste en que es vulnerable a los abusos por parte de una minoría sin escrúpulos, pero una vez que se renuncia a la libertad, resulta difícil recuperarla. A quienes confiarían en el Estado para supervisar nuestra libre expresión yo les recordaría el comentario final que hacía Thomas Paine en su Dissertation on First Principles of Government («Disertación sobre los principios básicos del gobierno», 1795): «Quien desee asegurar su propia libertad, debe guardar de la opresión incluso a su enemigo; pues si incumple ese deber, sienta un precedente que se volverá en su contra».

Una marcha pronazi

Consideremos un ejemplo específico de cómo algunas personas buenas han resultado decisivas a la hora de defender los derechos a expresarse de quienes sostienen ideas imperdonables. En 1977, el Ayuntamiento del barrio de Skokie, Chicago, prohibió desfilar a un grupo de neonazis. A simple vista, la decisión era acertada; casi la mitad de la población de Skokie era judía, e incluía a cientos de supervivientes del Holocausto. Aparentemente, la manifestación no era más que una provocación antisemita absolutamente gratuita.
Para sorpresa de mucha gente, la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU) acudió en defensa de los neonazis. Aunque parezca un contrasentido, se trataba de un auténtico test para el compromiso de la organización con las libertades constitucionales. La cuestión no era si el fanatismo de los neonazis tenía el mínimo fundamento de verdad, sino en qué medida la libertad de expresión es una libertad indivisible. ¿Es para todo el mundo o exclusivamente para quienes defienden ideales moralmente justificables?
La ACLU entendía que hacer una excepción con los neonazis equivalía a desvirtuar el principio, con lo que se sentaba un precedente que amenaza los derechos de todos. Aryeh Neier, un refugiado judío procedente de la Alemania nazi que fue director nacional de la ACLU entre 1970 y 1978, escribió una detallada crónica del caso. En su libro «Defendiendo a mi enemigo: los nazis americanos, el caso de Skokie y los riesgos que entraña la libertad» (1979), Neier explica que apoyó «la libertad de expresión para los nazis cuando quisieron desfilar por Skokie a fin de derrotar a los nazis». A su juicio, el mantenimiento de los derechos de su adversario amparados por la Primera Enmienda era «la única forma de proteger a una sociedad libre contra los enemigos de la libertad». El reciente concepto del «discurso de odio» es, a todos los efectos, un tipo de estupidez que intenta sortear este dilema moral. Podríamos etiquetar como «discurso de odio» cualquier expresión que nos provoque desprecio, y por consiguiente concluir que no está amparada por las garantías constitucionales, pero lo único que haríamos sería redefinir los términos a fin de eludir la incómoda obligación moral de defender su existencia.
El argumento contrario dice que, una vez que la sociedad ha llegado a un consenso y ha decidido que determinadas prácticas son intrínsecamente malignas -el nazismo y la esclavitud son los dos ejemplos más evidentes-, prohibir los discursos que defienden lo indefendible no entraña ningún riesgo. Pero el contenido del discurso en sí, por emocional que sea, no tiene nada que ver. La pregunta que debemos hacernos no es si deberíamos defender el derecho a la libre expresión de los neonazis, sino si estamos dispuestos a encomendar al Estado que ponga en práctica ese tipo de restricciones. Los regímenes autoritarios del pasado nos muestran que una vez que se concede al Estado ese tipo de potestad, cabe la posibilidad de que se aplique imprudentemente de una forma que nunca se pudo prever. (…)
No hay ninguna contradicción en despreciar a un individuo por sus repugnantes ideas y a la vez defender su derecho a expresarlas. La falacia de la culpa por asociación es un rasgo muy generalizado del discurso de hoy en día, tanto en Internet como en los medios de comunicación mayoritarios. Así pues, no es de extrañar que la mayoría de las personas prefieran mantenerse totalmente al margen de ese tipo de debates y no correr el riesgo de que las relacionen con personajes de mala fama.
Por esa razón, quienes creemos en la libertad de expresión tenemos el deber de hablar claro cuando desaprobamos el discurso que estamos defendiendo. Defender los derechos de los peores elementos de la sociedad conlleva un gran coste personal. La tarea resulta menos gravosa si somos capaces de transmitir el mensaje de que no protegemos los discursos polémicos por su contenido, sino el principio que representan.