El libro de la semana: María Stepánova sí ve el alma de los objetos
La autora usa los recuerdos familiares para reconstruir el pasado en uno de los mejores libros de la temporada
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En cierta conversación, Mauricio Wiesenthal aludió a una de las diferencias que separan a Estados Unidos y Europa. Sostenía que en los hogares americanos predominaba una cultura Ikea de menajes modernos y que, en los domicilios europeos, a pesar de las guerras y las sucesivas décadas de empobrecimiento, aún conservaban el recuerdo de los siglos anteriores en esa arbitraria decantación de muebles, fotografías, bisuterías, ajuares diversos y enseres de desigual factura que se habían transmitido de unas generaciones a otras. El escritor defendió la crucial trascendencia de esta herencia a la hora de asomarnos a nuestras raíces y, de una manera involuntaria, se alineaba con Camilo José Cela. El Nobel de Literatura, al igual que él, concedía una extrema relevancia a las pertenencias que habían sobrevivido a los ajetreos de su época y, también, a las que acaparábamos a lo largo de nuestra singladura vital.
María Stepánova participa de esta idea en este ensayo y subraya la profunda dimensión de los objetos, en apariencia desprovistos de relieve y que a veces no representan más que el trámite de un abandono. En su libro «En memoria de la memoria» (Acantilado) traza el recorrido de sus antepasados, una familia judía, a lo largo del tumultuoso siglo XX ruso. Una historia que comparte paralelismos con otra novedad de este trimestre, «La particular memoria de Rosa Masur» (Impedimenta). Pero si Valdimir Vertlib, autor de este título, optó por la fisionomía de la novela, Stepánova emprende este viaje afectivo e histórico desde los pensamientos que le sugiere esa masa desordenada de misivas y retratos que ha llegado hasta ella.
El libro de Stepánova, una de las mejores apuestas que se presentan en este último tramo del año, goza de una involuntaria oportunidad en una sociedad como la nuestra, desprovista de apego hacia los objetos y que tiende a vaciar los hogares al abrazar sin ninguna perspectiva crítica tanta tecnología. Spotify ha eliminado los discos; el «email», a las cartas y las postales; los «ereaders», a los libros; los ordenadores, a los cuadernos y las plumas, y los videojuegos van camino de arrinconar a los juguetes en el trastero. Las viviendas hoy pueden resultar prístinas y diáfanas como un decorado de Stanley Kubrick. Hasta los regalos han mudado de piel y hoy existe una amplia gama de paquetes de experiencias: fines de semana en el extranjero, viajes de aventura y similares ofertas... lo que sin duda reduce la huella humana de lo que se ha llamado de manera común como amistad. Lo que hasta hoy era antiguo ahora se ha mercantilizado bajo el membrete de «antigüedades» y la economía de ahorro ha empujado a los jóvenes hacia ese éxito pop que es la estantería Billy. Instagram, al que Stepánova dedica un certero análisis, ha sustituido el álbum familiar de fotos por una sucesión de instantáneas, de una edulcorada felicidad, que están muy lejos de suponer una suerte de memoria postmoderna.
En esta época de encrucijadas, el ensayo de Stepánova resulta iluminador, inteligente y oportuno. Otorga de nuevo carta de naturaleza a lo material. Para ella es un justo punto de partida para una exploración más honda sobre lo que es la memoria, sus desafíos inherentes, los compromisos que conlleva y la relevancia que tiene para salvaguardarnos del olvido. No carente de razón, percibe en estos fragmentos un testimonio excepcional para enraizar con quienes nos han precedido y, a la vez, supone una atarazana adecuada para revivir los traumas, experiencias, vacilaciones, errores, testimonios y catástrofes que flagelaron las vidas anteriores a las nuestras. Esta peculiar concepción la conduce a reivindicar los objetos como una memoria activa, no muerta, que ayuda a reconstruir un pasado común y personal, porque, para ella, «no hay ocupación más importante que la búsqueda del tiempo perdido».
Un privilegio de clase
Stepánova inicia esta reconstrucción con una sagaz meditación sobre la memoria en la Historia y señala que antes de la llegada de la reproducción mecánica, ésta era un privilegio exclusivo de las clases pudientes, que podían permitirse el dispendio de invertir en un retrato que perpetuara los rostros de sus miembros. Entrevé en estos cuadros, los mismos que penden en los museos o las aristocráticas paredes de los palacios y los hogares de la burguesía más holgada, una prerrogativa que se rompió con el advenimiento democratizador de la fotografía, que ha servido para poner la memoria al alcance de los estratos más humildes.
Stepánova alterna sus meditaciones con los variados capítulos que vivieron sus familiares: progromos, persecuciones, guerras, invasiones, el asedio de Leningrado, con las humillantes degradaciones que conllevó, y la dictadura soviética y sus imaginativas vejaciones. A lo largo de este caudal de sucesos se pregunta sobre nuestra capacidad para ser fieles con el pasado y recomponer lo que ha sucedido solo a través de los vestigios que conservamos. Pero, al tiempo, se ve arrastrada por una obligación familiar o cultural a reconstruir lo sucedido y salvar a los nombres de la inclemente indiferencia del tiempo. Quizá tenga razón Stepánova al afirmar que «cada época genera un tipo especial de polvo que acaba depositándose en todas sus superficies», pero, sobre todo, la Historia parece ponerse de su lado cuando desliza su visión sobre la memoria que dejaremos los presentes: discos duros que nadie leerá y agotadores bancos de imágenes que a nadie interesarán