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Especial
Mario Vargas Llosa, el escritor como individuo
Sus libros apretaban una tecla distinta que ninguno de sus contemporáneos hacía: durante esos años leí a Borges, García Márquez o Rulfo, pero la que más pistas te daba era siempre la pluma de Vargas Llosa

El día que Vargas Llosa perdió las elecciones en Perú, mi madre, en casa, se puso triste. Yo era un niño, las bombas de Sendero Luminoso explotaban todos los días y la economía era una ruina hiperinflacionista que había dejado a millones de peruanos en la miseria. Vargas Llosa era el único que traía un programa de gobierno serio y bien detallado de cómo había que enfrentar esos dos problemas que acechaban al país: la violencia política y la economía. Pero el Perú le dijo que no.
Cuando lo leí algunos años después, yo comenzaba a escribir mis primeros relatos y sus libros me remecieron el suelo. Vargas Llosa no solo alimentó una vocación ardiente que, según él, tenía que ser inquebrantable, sino que su figura era una especie de árbol cuya sombra daba cobijo a todos los escritores que buscaban refugio. Sus libros eran fuego, tenían la chispa que encendía la hoguera de lo que él llamaba los demonios interiores, de esa vocación que anidaba dentro de uno, camuflada entre las vísceras.
En la universidad donde estudié Periodismo había un taller de literatura al que solían acudir ciertos estudiantes díscolos, algunos con pretensiones literarias serias y otros simples amantes de la lectura. Era finales de los años noventa y varios de los escritores del «boom» aún seguían vivos. Había una foto de Julio Cortázar en una de las paredes y ya todos habíamos leído a Ribeyro. Durante esos años leí a Borges, Onetti, García Márquez, o Rulfo. Pero el que más pistas te daba era siempre Vargas Llosa. Sus libros apretaban una tecla distinta que ninguno de los otros hacía. El preciosismo en la prosa de García Márquez, por ejemplo, eran brochazos de genialidad, pero las que te enseñaban a batallar con las palabras eran las novelas de Vargas Llosa. Si García Márquez era el padre que te decía cómo decirle cosas bonitas a la persona que te gustaba, Vargas Llosa te enseñaba a defenderte del «bullying» de los abusivos del colegio. Esa violencia en sus páginas, en su lenguaje, era la violencia del Perú, de América Latina. Era un escritor que te abría las puertas y te enseñaba el camino. Borges, por ejemplo, era un autor que te cerraba las puertas. Uno quedaba deleitado con sus historias, pero si lo querías emular era muy probable que terminaras siendo un «Borgesito». Algo parecido ocurría con el propio García Márquez y el realismo mágico. Él cerró esa puerta. Después de él ya no se podía hacer realismo mágico sin terminar convertido en Isabel Allende. Vargas Llosa, en cambio, te mostraba un sendero por el que podías transitar con tu propia mochila en la que uno metía sus miedos, inseguridades, traumas y complejos. Él no te ponía el plato servido encima de la mesa, sino que te daba la receta para que tú mismo, con tus propios ingredientes, escribieras ese relato o novela que terminaría siendo expulsado como un vómito luego de una borrachera. Y eso para un jovenzuelo aspirante a escritor era impagable. Vargas Llosa, como novelista, es como un padre que te da las pistas de cómo matar al padre y convertirte en un parricida.
En el campo de las ideas, Vargas Llosa nos decía que desconfiáramos siempre de los colectivismos y de los nacionalismos, que la libertad individual es siempre moralmente superior a una supuesta libertad colectiva. ¿Por qué la voluntad de una masa tiene el derecho a imponerse a una voluntad individual? Los escritores con el puño levantado lo detestaron. Los reaccionarios nacionalistas, también. Durante los años noventa, los militares golpistas lo odiaron tanto que le quisieron quitar la nacionalidad peruana. La izquierda marxista lo odió desde que rompiera con la tiranía de Cuba. Quizá Vargas Llosa alguna vez se equivocó. ¿Quién es uno para juzgar a un hombre que ha vivido tanto, que ha visto tanto, a un novelista que te ha dado tanto? Solo es posible la convivencia si aceptamos que no todos piensan lo mismo y que mientras no interfiramos en el proyecto de vida del prójimo cada uno debería ser libre de poder hacer lo que uno quiera. El escritor como individuo, o el individuo como escritor: las novelas siempre se escriben de a uno.
- Carlos Dávalos es escritor peruano, autor de «La pólvora y los inocentes» (Almuzara), obra con la que ha ganado el Premio Jaén de Novela
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