Nadie como Marcel Proust ha indagado en lo que significan para nosotros los recuerdos, y además con largas frases, llenas de frases –que él, asmático, no podría ni pronunciar sin agotarse–, sin apenas puntos y apartes.
Imposible calibrar la influencia que toda su obra tuvo ya en su tiempo, el de la literatura simbolista que buscaba, a través de maneras indirectas –muy en la línea del filósofo Bergson (el tiempo es un fluir constante en el que pasado y presente se solapan) y en las profundidades de la psique freudiana–, una manera sugerente, sensitiva, introspectiva de narrar, la que llevarían a cabo artistas como Virginia Woolf o
James Joyce.
Sin embargo, Proust comenzó su obra con dudas, pues no sabía a dónde iba a llevarle su escritura: al ensayo, al estudio filosófico o a lo narrativo. En 1908 había ya escrito la semilla, un texto abandonado en el que ya surgía la tostada mojada en el té que le lleva, como en sueños, al tiempo de su niñez y que se convertiría en la celebérrima magdalena a partir de esta memoria involuntaria. Pero, hoy, ¿quién lee los siete volúmenes de «À la recherche du temps perdu» («En busca del tiempo perdido», 1913-1923)? Pues a tenor de las novedades que surgieron por los cien años de su muerte, en 2022, se diría que al menos disfruta de máxima atención.
De hecho, se suceden los libros sobre su obra y vida, pero este que traemos a colación ahora, «El escritor y las ciencias psíquicas», de Bertrand Méheust (1947), un estudio de la historia de la ufología y de las ciencias psíquicas, es de los más llamativos que se han editado con respecto al narrador. Lo paranormal, los poderes de la mente y la percepción son su campo de trabajo, que aplicó a Proust, al que algunos de sus contemporáneos llamaron un «médium despierto», tal fue su capacidad de percepción e intuición. Méheust ve
a Proust como alguien que, al ahondar en la psique, lo memorioso, las profundidades de la mente,
llevó a cabo una suerte de, cual vidente que se comunica con el universo, «operación mágica» que le permitía «redescubrir las impresiones sensoriales sepultadas en toda su sutileza, o penetrar en los recovecos secretos de la psicología de sus personajes».
El sueño y el soñar, el transcurrir del tiempo y otros asuntos acuden a una obra que recibió un homenaje póstumo, en 1923, por medio de una serie de autores que destacaron sus virtudes. Por ejemplo, su amigo Henri Bardac afirmó: «Realmente poseía el don de la adivinación. (…) Tuve ocasión de admirar esta singular habilidad que hacía de Proust una especie de visionario. Este instinto mal definido le permitía distinguir tras las cortinas echadas el resplandor de una mañana ‘‘espaciosa, helada y pura’’; transformar en lenguaje el rodar de un tranvía; difundir a través del sueño ‘‘una tristeza que presagiaba la nieve’’. Le hacía percibir el mundo exterior desde su cama».
Este mismo autor habla de que Proust gozó de una «segunda vista, de brujería» y que demostraba constantemente «pruebas de una facultad adivinatoria que iba mucho más allá del sentido común»; por ejemplo: «Encerrado en su alcoba de enfermo, me dijo un día que fuera a cerrar la entrada de carruajes del edificio que le parecía que estaba entreabierta, ¡y era verdad!». Además, Proust se codeó con algunas de las figuras del movimiento metapsíquico, en un tiempo en que estaban de moda los fenómenos mediúmnicos.
Méheust va analizando la obra proustiana bajo este prisma en paralelo a su vida, de tal forma que muestra cómo «cuando rememora sus recuerdos de infancia, Marcel alude explícitamente a la génesis de sus poderes psíquicos, pero lo hace bajo la cobertura del humor y de una forma tan sutil que nadie o casi nadie parece haberle entendido o tomado en serio. Sin embargo, se trata de un momento decisivo para la comprensión de su trayectoria». Ocurre al principio de «Por la parte de Swann», en que se habla de las «transvertebraciones» sobrenaturales de un caballo y el narrador adivina el color de un castillo, una de las claves de la obra: «Es el momento decisivo en que el joven mnemonauta descubre el poder de la videncia en su interior y lo confiesa discretamente a su lector».
Tendríamos a un Proust equivalente a los sonámbulos o los médiums, en el sentido de que recibe información de fuentes improbables, prosigue el investigador, mediante deducciones a primera vista imposibles. Asimismo, Proust también utilizó a veces temas sacados de las sesiones espiritistas, y de esta forma en un pasaje alude a «un hombre verdaderamente mediúmnico», con respecto al destino de una joven sobre la que ha vaticinado que, efectivamente, será víctima de la crueldad de dos hombres, para lo cual Proust usa palabras como «objetivación pítica», lo cual aludía a los experimentos realizados hacia 1920 con las médiums que producían ectoplasmas.
LA LITERATURA REVELADA
Proust escribió en «El tiempo recobrado»: «La única vida que se vive de verdad es la literatura. Esta vida que, en cierto sentido, habita en cada momento tanto en todos los hombres como en el artista. Pero ellos no la ven porque no buscan dilucidarla». Y según Méheust, estas palabras implican «la elaboración subterránea del Libro-vida, la narración oculta que ‘‘habita a cada momento tanto en todos los hombres como en el artista’’, y de la que este último solo logra revelar algunos fragmentos, en el sentido en que un fotógrafo ‘‘revela’’ una fotografía en su estudio. La literatura se convierte en el proceso mismo de estas «revelaciones» y su archivo enmascarado en lo intemporal, la Biblia invisible de las historias sacras singulares».