Tribuna
La magdalena mágica de Marcel Proust
Europa devoraba libros sobre espiritismo al tiempo que los avances en electricidad o rayos X deslumbraban a nuestra especie
Mi amigo Bertrand Méheust tiene una inteligencia excepcional. Lo conocí en 1990 después de que impartiera en El Vendrell una conferencia demoledora sobre el «mito» de los platillos volantes. Él es doctor en sociología y durante años ha sido también profesor de psicología en Troyes. Leyendo novelas de ciencia-ficción de principios del siglo pasado, se dio cuenta de que todas las historias de ovnis surgidas a partir de 1947 contenían elementos ya prefigurados en aquellas viejas páginas. Su trabajo impulsó incluso una controvertida teoría psicosociológica para explicar los No Identificados desde la fragilidad de la percepción, la mente y la memoria humanas. Discutimos. Yo entonces defendía –y aún lo hago– que había que tener la mente abierta hacia la posibilidad de que los ovnis sean naves extraterrestres, aunque tuve que admitir que su argumento resultaba perturbador: hubo escritores que imaginaron los ovnis antes de que hubiera ovnis. ¿Cómo era posible?
Contra todo pronóstico, Bertrand se alejó de aquella trinchera. Dio a imprenta dos libros con sus ideas –Science-fiction et soucoupes volantes y Soucoupes volantes et folklore– y dejé de verlo durante algún tiempo. Tardé en saber que había orientado sus inquietudes académicas hacia el estudio de las «ciencias psíquicas» en la Francia de finales del XIX. Fue ese otro momento intenso del pasado. Europa devoraba libros sobre espiritismo al tiempo que los avances en electricidad o rayos X deslumbraban a nuestra especie. Hasta Charles Richet, premio Nobel de medicina en 1913, publicó un revolucionario tratado sobre el trance y los ectoplasmas, las extrañas substancias que exudaban algunos espiritistas en sus sesiones mediúmnicas. Con Richet nació una ciencia efímera, la metapsíquica, que hechizó a Bertrand, y descubrió que tras ella surgieron sabios como Freud o Jung que, impulsándose sobre sus postulados, terminaron alejándose de las creencias en el más allá para explorar los recovecos de la mente humana.
Fue entonces, en algún momento entre los ovnis y la metapsíquica, cuando mi viejo amigo ufólogo descubrió cuán influyentes llegaron a ser aquellas ideas en otro ámbito: el literario. En ese fin de siècle, W. B. Yeats se había iniciado en el espiritismo gracias a la criada de su tío George, Conan Doyle se dedicaba a «cazar» hadas en los suburbios de Londres y, en España, Valle-Inclán empapaba de esoterismo libros como La lámpara maravillosa. Pero lo que nunca había sospechado era que Marcel Proust –quizá el escritor más admirado de la Francia moderna– fuera otro de los «infectados» por aquel virus.
Con una tenacidad admirable, Bertrand releyó toda su obra, examinándola con ojos de quien rastrea influencias ocultas y ocultistas. Y las halló. Descubrió que Proust, de niño, frecuentó consultas de videntes como había hecho Yeats. Madame de Thèbes, la Nostradamus de la época, le pronosticó un porvenir lleno de problemas, y cuando de adulto acometió su monumental En busca del tiempo perdido dejó que su texto se impregnara de esos recuerdos. Según mi amigo, en esa novela, su obra maestra, ejercitó una suerte de «memoria omnicomprensiva» o «gran memoria» que le iba a permitir moverse atrás y adelante en el tiempo igual a como hacían las pitonisas. Desde su punto de vista, hasta la célebre metáfora de la «magdalena de Proust», en la que el autor era capaz de evocar todo un mundo solo con saborearla, podría a remitir un don psíquico bien estudiado por Richet y sus colegas: la psicometría. Esto es, la capacidad de recibir de forma extrasensorial y desconocida, por el solo contacto con un objeto, toda la información sobre su pasado.
Pero lo que terminó de convencer a Bertrand de que detrás de Proust fermentó un rico caldo de influencias paranormales, pasadas por alto por la crítica literaria, fue el hallazgo de un número de la prestigiosa Nouvelle Revue Française que en 1923 citó a los colegas más cercanos del escritor para honrarlo. Casi la mitad de ellos lo describieron como un tipo raro, cómico y generoso, y con unas facultades mentales fuera de lo común. Henri Bardac, por ejemplo, dijo de Proust que «realmente poseía el don de la adivinación». Anna de Noailles subrayó su capacidad para «presentir el futuro» al tiempo que otros lo tildaron de médium y hasta de mago. Sin embargo, el más explícito fue Reinaldo Hahn, su mejor amigo, cuando recordó que un día se lo encontró inmóvil, en trance, sentado durante horas ante un macizo de rosales. «Tenía la cabeza inclinada, la mirada seria, parpadeaba, el ceño ligeramente fruncido como por un esfuerzo de atención intensa, y con la mano izquierda empujaba obstinadamente la punta de su bigotito negro entre los labios». Era en ese estado cuando Proust lograba penetrar en cualquier materia y comprender hasta el último de sus átomos.
Bertrand Méheust acaba de recoger estas evidencias en un trabajo magnífico que acaba de publicarse en español: El escritor y las ciencias psíquicas (Luciérnaga). Su lectura propone una reinterpretación radical de la historia reciente de la literatura. Una en la que Víctor Hugo, Valle, Borges, Maeterlink, Juan Ramón Jiménez o Proust parecen socios –aunque no lo sean– de un club esotérico decidido a explorar el más allá y sus meandros con la sola arma de las letras.
Mi amigo, pues, lo ha vuelto a hacer. Ha conseguido cambiar mi punto de vista sobre un asunto del que, torpe de mí, creía saber algo. Por eso es excepcional. Y por eso les invito a leerlo con los ojos muy abiertos. Los ojos de Proust.
Javier Sierra es escritor y premio Planeta de novela.
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