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Luisgé Martín: “Si no existiera la muerte, todo tendría arreglo”

El autor de «El mundo feliz. Una apología de la vida falsa» (Anagrama) ahonda en el sentido de la vida, en la búsqueda de la felicidad y en la existencia del miedo al adiós
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El autor de «El mundo feliz. Una apología de la vida falsa» (Anagrama) ahonda en el sentido de la vida, en la búsqueda de la felicidad y en la existencia del miedo al adiós.
Dice Luisgé Martín que su pesimismo está más que justificado. Que no hay más que leer los periódicos cada día para convencerse y que el mundo, en definitiva, le duele a los seres humanos. En su última obra, el ensayo «El mundo feliz. Una apología de la vida falsa» (Anagrama), nacido a partir de la relectura del famoso libro de Huxley, el escritor provoca al lector desde el primer renglón, donde le espeta sin anestesia: «La vida es un sumidero de mierda, un acto ridículo».
–Así comienza su libro. ¿La vida no tiene sentido porque existe la muerte?
–Fundamentalmente. Si no existiera la muerte todo tendría otra perspectiva, otra lectura y todo tendría arreglo en alguna medida. Sería una vida en la que cabrían borradores. Existiendo la muerte no caben. Y eso es lo que hace que desperdiciemos cosas.
–¿Esa conciencia de la muerte es lo que hace que sea imposible alcanzar la felicidad?
–A partir de una determinada edad, que en general suele ser la de la adolescencia, la de la pubertad, la de los 12, 13 años, es cuando uno empieza a tener conciencia de que las cosas se pierden y no se consiguen. Es cuando se descubre el amor por un lado y la muerte por otro. A partir de ahí, eso no nos abandona. Lo que pasa que ahí está la diferencia entre los tristes y los no tristes o alegres. Los tristes son los que están pensando continuamente en la muerte y los no tristes, entre los que me incluyo, aunque la tenemos perfectamente presente, no estamos pensando en ella 24 horas al día, porque si no, efectivamente, saltaríamos de un balcón.
–¿Seríamos felices si fuéramos eternos?
–No solo si fuéramos eternos. La muerte es esencial porque lo marca todo, pero hay muchas más cosas. Está la frialdad, el desamor, el reconocimiento de la falta de talento... Están una serie de cosas que nos hacen muy limitados. A unos más que a otros, pero a todos nos hace muy dolorosamente limitados. Y eso es lo que, al final, constituye la infelicidad diaria. El planteamiento sería otro si realmente tuviéramos un atisbo de inmortalidad. Incluso la enfermedad, que está muy ligada a la muerte, si ésta no existiera sería una cosa realmente insustancial.
–Hay quien piensa que la eternidad es algo terrorífico...
–Es una idea bastante extendida, sí. Pero yo no lo creo. Creo que a mí la inmortalidad me daría una tranquilidad respecto a las cosas que se quedan fuera de mi alcance: respecto a los libros que quedan pendientes y uno no puede leer, los amores que uno no puede vivir, los países que no puede conocer. Soy bastante partidario de la inmortalidad. La perspectiva con ella sería completamente distinta.
–Existe la inmortalidad religiosa y las inmortalidades laicas, ¿no?
–Sí. El miedo a la muerte y la conciencia de que la muerte es completamente el fin es una conciencia irreligiosa. Yo creo que a alguien religioso mi libro le parecerá una memez. Pero alguien no religioso, ateo o agnóstico en un sentido amplio lo verá de otro modo y pensará en esas inmortalidades laicas. A mí se me ocurren tres: el arte, la historia y la descendencia. Todo tiene que ver con dejar un legado. Cuando uno tiene la sensación de que dejará algo en la tierra tiene cierta sensación de inmortalidad. Es una idea falsa, en cualquier caso, pero nos agarramos a ella.
–Harari en su libro, «Sapiens», dice que las ficciones posibilitan las relaciones de los seres humanos...
–Yo hablo mucho también en mi libro de esas ideas románticas en las que el hombre está aupado a un pedestal porque tiene una idea del ser humano especialmente grandiosa. Yo creo que eso son mentiras, aunque no las reconocemos como mentiras, sino que nos las creemos como si fueran de verdad. Y pueden ser religiosas, como la historia de Jesús, de Mahoma y de Alá, o no serlo.
–Las hay mucho más materiales. La propia historia del dinero, por ejemplo.
–Eso está bien traído. La historia del dinero es una de las historias más pegadas a la piel, pero que también nos salvan. El dinero y el orgasmo son dos cosas –y muchas veces van ligadas– que nos salvan.
–¿Y la tecnología también nos salvará?
–En ese sentido soy bastante optimista. Soy un verdadero apasionado de la neurociencia, de todo lo que se está descubriendo. Yo creo que se va a llegar a hacer una radiografía sin atacar demasiado el cerebro y en ella se va a identificar por qué nos comportamos de una determinada forma y cómo podríamos evitar comportarnos así cuando queramos hacerlo o reforzar tal comportamiento si es lo que deseamos. Todo lo que tiene que ver con la biotecnología, la genética, la realidad virtual y la robótica ayudará a que se puedan corregir los errores de los seres humanos y a que vivamos otras vidas menos miserables que las que llevamos. Hará que las posibilidades de acceder a la felicidad o huir del sufrimiento sean mayores.
–¿También será más fácil acceder al sexo cuando deje de estar ligado a la reproducción?
–A estas alturas deberíamos pensar que la reproducción a través del sexo es una imbecilidad, aunque aún sigan siendo necesario que haya algo orgánico en el proceso de creación del ser humano. En el momento en el que esto también desaparezca, el sexo estará completamente apartado de la supervivencia de la especie, con lo cual tendrá unas dimensiones que nunca ha conocido la humanidad.
–¿Desaparecerá el amor?
–El amor, la fidelidad y todo lo que tiene que ver con el cuidado de la prole, con la preservación de la especie, desaparecerá y se parecerá un poco más a lo que ocurre en «Un mundo feliz», de Aldoux Houxley, donde el sexo se considera algo meramente recreativo.
–¿Desaparecerán los sentimientos?
–Los que queden se tratarán a través de fármacos o de cirugía, pero creo que por ejemplo la ira se podrá extirpar. Y todos seremos muy happy flowers, aunque será estupendo. Yo ya no tengo edad para aguantar iracundos ni para serlo, así que sería un perfecto conejillo de indias para que probaran a extirparme la ira.

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