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Literatura

París

Mario Cuenca Sandoval: «Platón se quedaría perplejo si viera cómo vivimos»

Realiza un descenso órfico a los infiernos en «Los hemisferios», su tercera novela

Mario Cuenca Sandoval: «Platón se quedaría perplejo si viera cómo vivimos»
Mario Cuenca Sandoval: «Platón se quedaría perplejo si viera cómo vivimos»larazon

Un viaje a las entrañas de lo más oculto del ser humano. Una trepidante experiencia de identificación con los procesos mentales que desencadenan la locura. Mario Cuenca Sandoval traza con una solvencia embriagadora los paralelos de un universo narrativo en el que el lector es un protagonista más y debe hacer el esfuerzo de distinguir la realidad de sus múltiples reflejos. Todo cabe en la espiral de «Los hemisferios», la novela que el escritor publica en Seix Barral.

–Se trata de una historia dura, desgarradora. ¿Hay algo autobiográfico en ella?

–Abordo el tema de la enfermedad mental porque me interesa la locura como lenguaje, las trampas que la memoria le tiende al «yo», la obsesión y los laberintos de la conciencia precipitándose hacia el suicidio, que para mí es uno de los principales misterios del hombre. Pero, por fortuna, es algo que no he vivido. Me fascina este ámbito como laboratorio de la condición humana: el problema de identidad, de la locura e incluso de la automutilación. Es un desafío al pensamiento humanista.

–En la novela, sus personajes se asfixian dentro de este bucle nihilista de autodestrucción.

–Están atrapados en un laberinto sin salida, con una actitud y una forma de pensar impenetrables a la inteligencia. Por eso me interesa. Por ejemplo, el tema de la tauromaquia me fascina porque conozco a personas muy inteligentes enamoradas de este arte, y es algo que no comprendo. Se me escapa cómo puede fascinar a personas sensibles, cultas, despiertas. Tenía la necesidad de intentar entender qué belleza aguarda ahí detrás, y escribir es una forma de investigar.

–El detonante es la muerte de la «Primera Mujer». ¿Quién es? ¿Qué simboliza?

–Ambos protagonistas proyectan una y otra vez una imagen que se grabó en su memoria a fuego. Buscan a esta mujer en todas las que conocen. Este mecanismo es real: la obsesión nos convierte en seres insensibles e impermeables a la novedad. Esta «Primera Mujer» adquiere en la novela una condición mítica. No se llega a saber quién es.

–«Los hemisferios»: ¿dos partes o dos novelas?

–Ni lo uno ni lo otro. Son dos encarnaciones de los mismos personajes en dos mundos distintos. Pero en esa encarnación, los protagonistas cambian de género, de profesión, de nombre... Y, sin embargo, desempeñan un rol semejante. El lector los reconoce por su peso narrativo, no por sus nombres.

–Esta forma de correspondencia entre los dos hemisferios exige una atención intensa, un rol activo en el lector...

–Desde luego. Hay sucesos y objetos que se repiten, como si fueran reflejos de uno en otro. No es tanto que una novela complete a la otra cuanto que ambas se reflejan. Esto exige un esfuerzo, sí, porque yo prefiero una literatura que implique desde el punto de vista emocional e intelectual. Exijo un lector activo. La literatura de mero entretenimiento me resulta aburridísima: el entretenimiento es aburrido. Yo necesito un «plus», que puede ser una mera experiencia estética o llegar a cambiar tu visión del mundo.

–Cuando el protagonista vuelve a París, se encuentra en el nuevo siglo. Ahí habla usted de las carencias de nuestro tiempo: de la volatilidad, de la prisa, de la sobrerrepresentación...

–Gabriel es un ensimismado en el sentido más propio del siglo XX: una persona volcada sobre los libros que lee, el cine que ve, las novelas que escribe... Es del siglo pasado pero ingresa de golpe en éste y descubre legiones de ensimismados conectados a su tecnología. Ahí hay una pregunta de fondo: ¿en qué se parece el ensimismamiento del intelectual a vivir en un burbuja tecnológica?

–¿Es una crítica a la sociedad actual?

–Es más una mirada de perplejidad ante los cambios tecnológicos. Son tan desconcertantes que necesitaremos un tiempo para descifrarlos, algo paradójico porque va contra la propia lógica de su desarrollo.

–Su novela corre paralela al «Vértigo» de Hitchcock y al Dreyer de «Ordet». ¿Por qué esa relación con el cine?

–El libro arranca con la frase: «El cine fue la enfermedad del siglo XX», entendiendo como cine la representación de la realidad a través de la ficción. En el XXI, la representación se ha convertido en sobrerrepresentación. Cámaras digitales y teléfonos móviles asaltan la realidad a todas horas desde todos los puntos del planeta, de forma que ahora, el mapa del mundo es más grande que el propio mundo. Abordo el cine como metonimia y el problema de lo real y su espejo, lo real y sus incontables copias.

–¿Es posible distinguir lo real de la copia?

–Ahora que los simulacros son tan abundantes, es más difícil que nunca. Es un problema antiguo: vivimos en copias de copias. Es la idea de la caverna de Platón. Él se quedaría perplejo si viera cómo vivimos.

–«Sufrimos porque la palabra injusticia aparece ahí, en el corazón. Como si el mundo nos debiera algo», escribe. ¿Qué nos debe el mundo?

–Creemos que el universo nos debe algo en proporción a nuestro mérito, que nos tiene que entregar lo que merecemos. Pero en realidad es una masa fría, apática. Escribo sobre el sufrimiento que nosotros mismos nos creamos, del tejido de sensaciones de injusticia, del maltrato, de la sensación de deuda.

–Y, sin embargo, un tema que no aborda es el del amor.

–En la novela, la palabra amor significa obsesión. Dibujo un mapa de obsesiones enfermizas. Incluso el propio protagonista, Gabriel, se da cuenta de que no usa esa palabra cuando recuerda y escribe todo lo que le ha sucedido.

–Ésta es su tercera novela, da el salto con una gran editorial. ¿Seguirá escribiendo?

–Son tiempos difíciles para el mercado editorial. Se está contrayendo y, aun así, se trata de un buen momento literario. 2013 ha dejado una gran cosecha y los autores de mi generación hemos arrancado: Agustín Fernández Mallo, Elvira Navarro, Ricardo Menéndez Salmón... A mí, este libro me ha costado cuatro años de trabajo muy obsesivo, así que el próximo proyecto no llegará hasta dentro de mucho. Ha sido un proceso agotador, extenuante, como si hubiera escrito la novela en una noche en blanco.

–Combina su amor por la escritura con la docencia (enseña Filosofía en un instituto). ¿Con qué experiencia se queda?

–No podría vivir sin ninguna de las dos. La escritura es tan ensimismada y tan patológica, un proceso tan enfermizo, que necesito también estar en contacto con la gente, con mis alumnos... en el mundo real. Y estar en el sistema educativo es el mayor contacto con la realidad posible: es el mejor centro sociológico, un laboratorio donde se aprecian todas las tendencias actuales.