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RE: Selvático Animal

Martirio: «Soy una mujer del sur de las cosas»

Lleva meses celebrando el 25 aniversario de su disco «Coplas de madrugá», grabado con Chano Domínguez. Además, juntos han estrenado el espectáculo «Canciones de nuestra vida»

Martirio
MartirioJesús UgaldeAgencia EFE

Fue allá por la tardomovida, en el ecuador de los locos años ochenta, cuando esta artista a unas gafas oscuras pegada y con una peineta cual tiara cañí conquistó la popularidad gracias a una atractiva propuesta que aunaba flamenco, copla, rock sui géneris y mucha guasa. Canciones como «El productor» y «Sevillanas de los bloques» –aquella de «¡Estoy atacá, estoy atacá!» y «con mi chándal y mis tacones, / arreglá pero informal»–, que escribió junto a Kiko Veneno, le dieron el empujón de popularidad definitivo. Pero antes de eso, en su prehistoria, formó parte de Jarcha, una banda surgida a principios de la década de los setenta que recuperó la canción tradicional andaluza, musicalizó a una serie de poetas clásicos y reivindicativos –Lorca, Miguel Hernández, Eduardo Álvarez Heyer, Salvador Távora– y tuvo un gran calado social en un momento de ebullición política. «La onda era de poesía protesta, contestataria», resume María Isabel Quiñones (Huelva, 1954), y destaca el espíritu profundamente romántico de aquella formación: «Sabíamos que la cultura y la poesía son armas de futuro, y que se podía cambiar el mundo a través de una línea que recorre la emoción y puede transformar el corazón y cambiarte como persona. La música era una auténtica bandera. Jarcha fue un aprendizaje total a nivel humano y musical, y a nivel, si quieres, incluso arqueológico/musical. Porque ahí aprendí a recuperar canciones populares, todos los aires de las canciones andaluzas, y a hacer voces, armonía, mientras viajaba, recogía, montaba… Y la respuesta del público era maravillosa». De Jarcha saltó a Veneno, grupo que en 1977 publicó el homónimo «Veneno», considerado por la crítica especializada como uno de los mejores discos hechos en España en el último medio siglo. Martirio se incorporó en 1984, en el disco «Si tú, si yo», en lo que supuso un cambio drástico en su trayectoria: «Conocía a la mujer de Kiko Veneno desde el colegio y ella me lo presentó. Me sorprendió muchísimo su manera de hacer un poema con cosas tan sencillas y con tantísima profundidad. Aunque había bebido de infinidad de poetas, tenía un lenguaje absolutamente nuevo y una inteligencia brutal. Cambió muchísimos conceptos y abrió muchas mentes. Nos hicimos muy amigos y yo hice los coros con él y con Pata Negra, y ahí aprendí una barbaridad de todo lo que tiene que ver con el rock andaluz».

«Las tres personas fundamentales en mi carrera han sido Kiko Veneno, mi hijo y Chano Domínguez»

Martirio

La presencia de Kiko Veneno resultó crucial en su despegue en solitario. Su ópera prima, «Estoy mala», se publicó en 1984 y tuvo un gran eco, pero fue su segundo disco, «Cristalitos machacaos» (1986), con el que se consolidó: «El lanzamiento de “Estoy mala” fue quizá mayor, pero es verdad que lo que más le llegó a la gente, hasta el día de hoy, fue las “Sevillanas de los bloques”. Kiko y yo escribimos las letras. Él ha sido una de las tres personas fundamentales en mi carrera. Me abrió la cabeza hacia otros mundos y hacia otra manera de ver la poesía y la música». Las otras dos personas que define como «decisivas» en su trayectoria son su hijo, Raúl Rodríguez, y el pianista Chano Domínguez. Respecto al primero, no sólo es amor de madre sino que los datos son elocuentes: «Me ha producido seis discos y me acompañó y me acompaña. Él tiene su carrera aparte, maravillosa. Es antropólogo y un gran músico, y para mí es un baluarte. Nuestra relación es sincera. Si hay que poner los puntos sobre las íes, se ponen; si hay que reírse, se ríe, y si hay que soltar una lágrima, se suelta. Y el cordón umbilical que hay entre los dos es una cosa absolutamente verdadera y emocionante que se trasluce en el escenario». Y con el pianista Chano Domínguez es con quien ha alcanzado la plena madurez. Este año se han cumplido las bodas de plata de su disco conjunto «Coplas de madrugá», un trabajo pionero, puesto que aquella fue la primera vez que el jazz y la copla se acostaban, y por ese motivo han ofrecido una serie de conciertos por toda España. Además, el pasado 14 de noviembre estrenaron en el Teatro Pavón de Madrid el espectáculo «Canciones de nuestra vida», con piezas en francés, fado, bolero, copla… «Chano me abrió todo el punto del jazz y es un placer tocar con él, cada día disfruto más. Él es de Cádiz y yo de Huelva, y cada vez que nos juntamos formamos una pequeña Andalucía. Creo que es el mejor pianista de flamenco/jazz que existe. Cuanto mejor toca, mejor canto, y cuanto mejor canto, mejor toca».

Martirio se ha caracterizado por mezclar los más diversos géneros. ¿Cómo se etiquetaría y qué es para ella el arte? «Soy una mujer del sur de las cosas que toda su vida la ha entregado a la música. He crecido y he vivido a través de ella, y es un regalo haber tenido esa grandísima vocación que está por encima de amores, dolores, intereses y “comercialidades”. Lo que me interesa es lo que pasa en el escenario cuando la gente se siente tocada y es capaz de meterse para dentro, buscarse y encontrarse a través de sus propios sentimientos. Para mí, esa es la gran labor del arte: ponerte frente a un espejo donde te puedes encontrar».

Pese a su falta de prejuicios en lo musical, alguna vez tuvo que decir no. Lo hizo con Extremoduro, y en el mejor momento de aquel grupo. Le ofrecieron que participara en su canción «Hoy te la meto hasta las orejas», pero ella declinó amablemente la propuesta: «A mí ellos me parecen totales. Lo que pasa es que yo “pa” lo mío soy muy mía. Todo lo que canto y lo que hago tiene que estar muy sopesado por mi personalidad y tengo que pasarlo por el filtro. Y si mi filtro me dice que no, pues, con todo el respeto del mundo y todo el agradecimiento, no lo hago. Tengo que creerme las cosas a pies juntillas para poder hacerlas. Y esa canción no es mi lenguaje». Coherencia y raza, léase Martirio.

LOS OJOS DE MARIBEL

Por Javier Menéndez Flores

El misterio nace de unos ojos que no se dejan ver, que se regodean en su invisibilidad mientras registran hasta el último detalle de la vida que crepita a su alrededor. Unas gafas de cristales ahumados pueden ser el mejor disfraz y, también, el más eficaz escudo. Maribel lleva ya lustros acariciando el paisaje que la envuelve a través de un filtro otoñal, y desde ese mirador la existencia ha de tener por fuerza un regusto melancólico. «Choquera» con vocación universal, alma alegre, animal cimarrón que corre confiado por una selva de casas blancas como el azúcar, hay veces en las que Maribel, sin embargo, con su presencia locuaz, sin necesidad de separar los labios, nos pide que le perdonemos la tristeza. Y anidan en los cimientos de su memoria esos cantos que tanto temblor cargan, la copla, el bolero, el fado. Porque aquella que gritó que estaba «atacá» y «mala de los nervios», que quería lanzarse a la calle «a pegar chillíos», decidió fijar su residencia en todos esos lugares en los que el corazón, latigazo de emoción mediante, se encarama a la boca en cuestión de segundos.

Miras a Maribel y comprendes en el acto que lo que ves es puro arte en movimiento. El pulso vivísimo de lo que la Andalucía inquieta puede hacer cuando se tropieza con el señor Jazz en una esquina cualquiera de Sevilla, Huelva, Cádiz o Nueva York. Y mientras haya aire en los pulmones es posible cantar. Y quien canta, quien pronuncia a la carrera palabras que inventaron los hombres para distanciarse de las oscuras bestias, sabe que no existen barreras capaces de frenarlo.

Concha Piquer, Mina, Tina Turner, Chavela Vargas. Qué locas prodigiosas, qué tías tan bárbaras, qué valientes. Toneladas de arte y de biografía en vena. Y quien arrima su mirada y su oído a mujeres como esas, funámbulas creadas a partir de la molécula del talento, algo bueno saca siempre. Dejad que los genios se acerquen a mí, musita Maribel, que ya me encargo yo de poner la mesa como si esta noche vinieran a cenar a casa unos príncipes de cuento. Y lo hace mirándote a los ojos como si te apuñalara. Aunque tú no puedas ver la dilatación repentina de sus pupilas porque ella se obstina en guarecerse tras unas gafas que son a la vez flotador y espada, y que desde hace un siglo tienen estatura de marca.

Quisisteis cambiar el mundo, Maribel, vencer a los malos con cañonazos de poesía y sentimiento, con el arma afiladísima de la belleza excitada. Y aunque no lo lograsteis –¿o sí?–, cuánto bien os hizo creer que podríais hacerlo. Y al poco llegó Kiko, te clavó los colmillos y aquel veneno resucitador, compuesto de sabiduría callejera y ritmo mestizo, recalibró para siempre tu brújula.

Chano, vámonos, que tengo esta penita clavada muy hondo y necesito sacármela ya mismo. Y tú, Raúl, amor mío, ponle nombre a mi raíz y a este motor que me mantiene vivísima. ¿Flor de piel, dices? O piel de flor, qué más da. Pero dame coplas en la «madrugá» y primaveras en la Gran Manzana, y que Bola de Nieve se apiade de mí y venga a abrasarme las entrañas.

Tal vez la vida vista a través de unos visillos negros encierre colores que a la gruesa mayoría se le escapan, pero que Maribel, Martirio para la humanidad entera, distingue sin asomo de duda. Igual que se distinguen la sombra que precede a las noticias funestas y el fulgor que anuncia el final del frío.

Bendita sea la empalizada de cristal o plástico que mantiene caliente el misterio de esos ojos.